Para empezar, es complicado porque una mota de polvo puede arruinar la producción. Se necesita una sala diez mil veces más limpia que un quirófano. Se empieza con la extracción de cilindros de silicio de unos 2 metros de largo y 30 centímetros de ancho que se cortan en galletas circulares. Las obleas de silicio (como la de la foto de arriba, rodeada de polvo de silicio) no pueden ser tocadas por los operarios y las manipulan robots. Cada microprocesador puede llevar hasta cien capas de distintos materiales; algunas, de un átomo de espesor. Y hay transistores que son más pequeños que un virus.
La transformación del silicio en un chip es un proceso muy complejo. Implica un viaje por el mundo con múltiples escalas.
China es el primer productor mundial, seguido por Rusia y Brasil, pero el viaje bien puede empezar en el distrito minero de Spruce Pine, en los montes Apalaches (Estados Unidos), cuyos yacimientos de dióxido de silicio son los de mayor calidad.
La arena del mineral se envía a Japón para convertirla en lingotes de silicio. Estos se cortan en obleas de 300 milímetros de ancho y se envían a una fábrica de chips.
En Taiwán o Corea del Sur, responsables del 80 por ciento de la producción mundial de microchips, se imprimen los cortes con un equipo de fotolitografía fabricado en los Países Bajos.
En China, Vietnam o Filipinas, el chip se ensambla en una carcasa de cerámica o plástico y se instala en la placa de un circuito integrado.
Por último, el circuito llega a una fábrica de Alemania o de Estados Unidos para ensamblarlo finalmente en un ordenador, en un robot industrial...