Todo me parece un circo. Empiezo a disfrutar. Si sigo, voy a acabar como cualquiera de ellos: loco perdido». Han pasado 43 años desde que el agente de policía Max Rockatansky (Mel Gibson) sintiese el aroma de la venganza en Mad Max: salvajes
de la autopista (1979), la primera de una feroz saga de cine posapocalíptico donde la crueldad, la escasez de gasolina, la anarquía y la destrucción en una tierra inhóspita no deja respiro.
Cierre los ojos, súbase a un Ford Falcon tuneado y viaje hasta una zona desértica a las afueras de California City (Estados Unidos). Allí, en el Wasteland Weekend, y durante cinco días –del 28 de septiembre al 2 de octubre–, las tribus de Mad Max volverán a juntarse, esta vez para alardear de sus vehículos y artilugios mecánicos y de sus pinturas y disfraces fieles a la estética de los guerreros de la nafta.
Este año, los organizadores esperan que a ese terreno baldío del desierto de Mojave acudan cerca de 4000 'colgados' de las distopías. Las cacerías, persecuciones y violencia gratuita de las películas se sustituyen por ciclos cinematográficos, conciertos de rock sin lirismo, sesiones de DJ, bares y puestos de comida, bailes y performances.
Para convertir el posapocalipsis en cultura pop es fundamental la pasión, pero, sobre todo, el concepto de tribu. En Wasteland, cada grupo monta su campamento y emula por fuera, y también por actitud, a los superhéroes de la saga. Ver pasar por el arco de entrada réplicas exactas de las motos, los coches y los camiones de Mad Max impresiona. Y ellos se lo creen.
Maquillados y ataviados con toda la imaginería de las películas, viven durante más de cien horas como si fuesen los únicos supervivientes de la hecatombe. «No queremos espectadores, queremos participantes», aseguran las normas del evento. Trescientos sesenta grados de negra visión futurista.
El paraíso del reciclaje y el desenfreno. Durante meses, los asistentes preparan con mimo sus vehículos, que no tienen por qué ser los mismos modelos que aparecen en Mad Max u otras cintas distópicas. Hay quien va montado sobre una bicicleta transformada en una máquina para la madre de todas las batallas. Y hay quien coge su Vespa y la cubre de chapas metálicas y rejillas.
El festival, tal y como se conoce hoy, celebró su primera edición en 2009. Con el paso del tiempo ha incorporado otra identidad tribal, la del exitoso Fall out, un videojuego de rol que se desarrolla en el siglo XXII, pero que recuerda el ambiente paranoico de un planeta destruido por la tragedia nuclear.
Hasta la llegada del Wasteland Weekend, el Burning Man Festival –espectacular acontecimiento anual que reúne desde hace más de tres décadas a decenas de miles de personas en la ciudad fantasma de Black Rock (Nevada)– era el rey de estos eventos alternativos. Los dos se celebran con una diferencia de veinte días. En Europa, lo más parecido es el Boom Festival, un acontecimiento de psytrance (música psicodélica electrónica) celebrado cada dos años en Idanha-a-Nova, una zona despoblada de la comarca portuguesa de Castelo Branco, a escasos kilómetros de la frontera con Cáceres. Iniciado en 1997, intenta imitar el ambiente del Burning Man norteamericano.
En unas semanas, los frikis de Mad Max tomarán la parcela del desierto californiano –que incluye voluntarios, médicos, servicios de seguridad y cabinas de WC– y no precisamente para meditar. Aquí mandan el rugido de los motores, las armas de mentira, los cinturones de balas de ametralladora, las armaduras futuristas y las indumentarias estrafalarias. Evocarán un pasado donde solo los que se adapten a vivir de los desechos tendrán el futuro ganado.