Ucrania no quiere la guerra, pero está lista para ella». Volodímir Zelenski, presidente ucraniano, lleva meses preparando a los suyos para una eventual invasión rusa. Allá por abril, de hecho, promulgó la ley que permite movilizar a los reservistas de sus Fuerzas Armadas en
cualquier momento. Desde entonces, miles de ciudadanos, hombres mayormente, se han apuntado a la reserva militar y ya se preparan para repeler la agresión.
Lo hacen, eso sí, con más voluntad que medios. Como los protagonistas de la imagen superior, tomada durante unas voluntariosas maniobras en un bosque a las afueras de Kiev. A falta de Kaláshnikov, los reservistas se entrenan en el combate con réplicas en madera del popular fusil y algunos de ellos ni siquiera tienen uniforme. Son parte de ese 39 por ciento de ucranianos que, dicen las encuestas, se declaran estar dispuestos a tomar las armas para defenderse de los rusos; voluntarios que, en este caso, han decidido pasar a la acción supliendo las carencias de equipamiento a base de fervor patriótico.
Dada la asimetría de fuerzas entre Ucrania y Rusia, este es el espíritu que mantiene elevada una moral alimentada por los discursos de Zelenski alabando la capacidad de su Ejército, «capaz de abortar cualquier plan invasor del enemigo». En caso de guerra, sin embargo, precisarán de algo más que el patriotismo para enfrentarse a la tercera maquinaria bélica más poderosa del planeta, que ya ha movilizado a más de 175.000 soldados (efectivos equivalentes casi a la totalidad de las tropas de Kiev) cerca de la frontera. Es el modo nada sutil que Wladimir Putin tiene de decirle a Occidente que ni se le ocurra convertir a Ucrania en miembro de la OTAN.
El mensaje, en todo caso, no es nuevo. Putin lleva años repitiendo que Kiev forma parte de su área de influencia. Ya pasó de la retórica a la acción al anexionarse Crimea en 2014 y apoyar un mes después el alzamiento de los rebeldes prorrusos del Donbas, la región del este de Ucrania sumida desde entonces en una guerra interminable. Occidente conoce, por lo tanto, cómo se las gasta el inquilino del Kremlin. Y aunque la idea de invadir un país del tamaño de Ucrania –segundo mayor de Europa después, precisamente de Rusia– suene a inquietante anacronismo, nadie se fía de hasta dónde está Putin dispuesto a llegar para evitar que la tierra que vio nacer a personalidades como Serguei Prokofiev, Golda Meir, León Trotsky, Leonidas Brezhnev o Milla Jovovich caiga en brazos de una Alianza Atlántica cuyos límites se extenderían por primera vez hasta las fronteras de Rusia.
Junto a Bielorrusia, de hecho, Ucrania siempre ha funcionado para Rusia como una especie de estado-muro de contención ante las expansionistas ambiciones europeas (léase Napoleón, Hitler y ahora, según la lectura del Kremlin, la OTAN y la Unión Europea). Moscú, al fin y al cabo, la considera casi como un territorio propio tras haberla dominado durante tres siglos. El propio presidente ruso lo recalcó el pasado julio al publicar en Internet un amplio relato que vendría a concretar la versión oficial de Rusia sobre la relación con su hoy díscolo vecino. Amparado en este vínculo histórico, Putin acusa al gobierno ucraniano de liderar un «proyecto antirruso» y advierte de que quienes pongan a Ucrania contra Rusia acabarán por destruir su propio país.
Dado el fervor con que los ucranianos (se habla de un millón de voluntarios) han respondido al llamamiento patriótico de su presidente para resistir al presumible invasor, ese sería el más que probable resultado de una invasión a gran escala. Según la inteligencia ucrania y norteamericana, podría desatarse, como muy pronto, a finales de enero e implicaría una maniobra envolvente desde varios flancos: la propia Rusia, el este separatista de Ucrania, Crimea e, incluso, desde Bielorrusia, gran aliado de Moscú. Habría ataques aéreos, seguidos de asaltos de tropas aerotransportadas, desembarcos en las costas del mar Negro y una verdadera avalancha de blindados e infantería en dirección a Kiev, a poco más de cien kilómetros de la frontera bielorrusa.
Para evitarlo, Rusia ya ha hecho llegar sus demandas a Estados Unidos y a la OTAN, de cara a las negociaciones sobre Ucrania y la estabilidad internacional en general, con la aspiración de que se conviertan en la base de un tratado. Hay dos cuestiones clave. Primero, que la Alianza desista definitivamente de integrar a Ucrania y a Georgia (país con estatus histórico similar al de Ucrania, como casi todos los que formaban la extinta Unión Soviética); y, segundo, que los países que se unieron a la Alianza tras la caída de la URSS (Polonia, Estonia, Letonia, Lituania, Rumania, Eslovaquia...) no desplieguen tropas o armas en zonas donde podrían verse como una amenaza para Moscú.
De ser así, la OTAN, en realidad, no jugaría un gran papel en ninguna de estas naciones. El Kremlin exige, además, la retirada de toda la infraestructura militar instalada en los estados de Europa del Este después de 1997. Dicho de otro modo, Putin quiere volver a un escenario lo más similar posible al status quo geopolítico que rigió durante la Guerra Fría.