La música que cambió Brasil Tom Jobim y João Gilberto 65 años de bossa nova: El triunfo de la chica de Ipanema
En 1958, Garota de Ipanema, una canción de Tom Jobim interpretada por João Gilberto, cambió para siempre la historia de la música popular. 65 años después recordamos la historia –y también las historias– que puso a Brasil en el mapa del mundo... musical, claro.
Miércoles, 08 de Marzo 2023
Tiempo de lectura: 17 min
El gran fantasma en la vida de Tom Jobim, además del pago mensual del alquiler, era un miedo cerval a contraer la tuberculosis. No le faltaban razones para temerla ya que, allá por los años 50, pasaba las noches actuando en los bares, boites y prostíbulos de la zona sur de Río de Janeiro». Lo cuenta Ruy Castro, periodista, escritor y autor de Bossa nova: La historia y las historias (Turner), la gran crónica musical del movimiento que, hace 65 años, certificó la madurez de la música brasileña.
Fue la época en que Antonio Carlos 'Tom' Jobim, Vinicius de Moraes y João Gilberto, santa trilogía del género, hicieron de Río de Janeiro una meca musical a la altura de Los Ángeles, París, Londres, Nueva York o La Habana y proporcionaron a la música brasileña un alcance universal. «Sin la bossa nada habría sido igual –sentencia Castro–. Caetano Veloso, Milton Nascimento, Elis Regina, Chico Buarque, Jorge Ben... Ninguno de ellos sería tal como los conocemos».
iniciamos este viaje en los años 50, tiempo en que la 'ciudad maravillosa' ya era, musicalmente hablando, una de las urbes más cosmopolitas del planeta. En los garitos de los barrios de Lapa, en el centro, y en los de Copacabana, cercanos a su icónica playa, músicos brasileños interpretaban samba, tango, foxtrot, bolero, canción francesa, fado, jazz, ritmos del Caribe... hasta altas horas de la noche. Y ese fue el desprejuiciado y bohemio caldo de cultivo en el que se incubaron casi todas las osadías rítmicas y armónicas que, en 1958, desembocarían en la bossa nova.
Como sucede en estos casos, todo parte de un encuentro, aunque no fuera todo lo plácido que el agradable sonido del género pudiera hacernos creer. Porque Tom Jobim, el gran compositor de la época, y João Gilberto, el cantante y guitarrista que inventó el revolucionario toque de guitarra que lo inició todo, nunca fueron amigos, aunque grabaran juntos los mayores clásicos de la historia de Brasil.
Nacido en Juazeiro [humilde población en el interior del estado de Bahía] en 1931, Gilberto era un cantante y guitarrista que había emigrado a Río con 19 años y la maleta cargada de grandes pretensiones. «Tras un lustro en la ciudad, sin embargo, casi nadie lo conocía, no tenía dinero y, para ganarlo, interpretaba canciones que detestaba –relata Castro–. Hay quien dice, incluso, que pasó bastante hambre». Cuando todos le daban la espalda, hartos de sus usos, abusos y rarezas [fumaba hierba, vivía de prestado en apartamentos ajenos, dormía de día...], el cantante Luís Telles, probablemente el único amigo que le quedaba, decidió ocuparse de él.
Durante dos años –quizá los más importantes de su vida, dice Castro–, Gilberto vivió un descenso a sus infiernos interiores que le llevó, de la mano de Telles, de Porto Alegre a Diamantina [estado de Minas Gerais], Salvador de Bahía y su Juazeiro natal, hasta su regreso a Río a finales de 1957. En Porto Alegre gozó de cierta celebridad, pero fueron sus días en Diamantina, en casa de Dadainha, su hermana mayor, donde su música tomó cuerpo. Ocho meses pasó allí y apenas pisó la calle.
El ejecutivo del que todo dependía escuchó cantar a João Gilberto y creyó que era una broma. «¿Y esta es la mierda que nos mandan desde Río? Pero, ¡si el cantante está resfriado!». Rompió el disco contra la mesa
Encerrado horas y horas en su habitación, en el baño, cuya acústica se le antojaba ideal para escucharse a la guitarra y cantar bajito, y ante la cuna de su sobrina Marta María –¿el único bebé de la historia arrullado con el embrión de una revolución musical?–, João Gilberto desarrolló su innovador estilo y, de paso, se convenció de que la marihuana, que nunca abandonaría del todo, no era imprescindible en su proceso creativo.
De regreso a Río, el aún ignorado genio retomó su vida desordenada y de prestado, hasta que, de nuevo entre la espada y la pared, sus escasos amigos lo convencieron de que llamara a la puerta de Tom Jobim. La vida de João Gilberto, y tantas otras cosas, estaba a punto de cambiar.
«Tom –relata Ruy Castro– se había dado a conocer precisamente en los años de exilio de Gilberto y había crecido mucho como profesional. Además de haber sorteado a la tuberculosis, ya no era un pianista de la noche que componía ocasionalmente, sino un gran compositor, arreglista y hombre muy influyente en el negocio».
Cuando João se puso a tocar su guitarra ante él e interpretó Bim-Bom y Hô-bá-lá-lá, Jobim no se lo podía creer. Aquel modo de abordar los acordes, produciendo armonía y ritmo a la vez, era algo totalmente novedoso.
Jobim intuyó enseguida las posibilidades de aquel toque que simplificaba el ritmo de la samba y dejaba espacio para las melodías ultramodernas que él mismo intentaba desarrollar. Abrió un cajón y sacó la partitura de Chega de saudade, canción compuesta junto al gran poeta brasileño Vinicius de Moraes un año antes. La bossa nova estaba a punto de nacer.
La historia ha puesto fecha al alumbramiento de la criatura: mayo de 1958. Esto es, la publicación de Canção de amor demais, un disco que Jobim y Vinicius –juntos firmaron los grandes clásicos del género– habían creado para la diva Elizete Cardoso.
El álbum significaba la primera traducción en LP de la prolífica relación entre poeta y compositor, pero la gran novedad venía de la mano de un desconocido incluido en los créditos de dos canciones: João Gilberto. Su forma de tocar la guitarra, síntesis de la batida (ritmo/toque) de la samba, y los arreglos intimistas de Jobim inspirarían a toda una generación de músicos dentro y fuera de Brasil. La partida de nacimiento del bebé estaba sellada y firmada.
Meses después, Jobim se ofreció como arreglista y productor para grabar el debut en solitario de Gilberto, el mítico Chega de saudade, con esa batida de violão (guitarra) ya presente en todos los cortes. Se iniciaba así una productiva relación de amor-odio que les permitió firmar varias obras maestras.
«João –cuenta Castro– interrumpía sin parar y achacaba errores a los músicos que nadie más percibía. Por momentos, parecía que todos eran sordos menos él. Un día los músicos se amotinaron y se largaron. Jobim ya no sabía si dirigir la orquesta, tocar el piano o correr de un lado para otro apagando fuegos. Gilberto también discutía con los técnicos, que no entendían su perfeccionismo maniaco, y se peleaba con Tom sobre acordes y armonías. Una explosión más y, tal vez, jamás se habría publicado el single Chega de saudade/Bim-bom. Pero entonces un insulto exagerado y profundo de João Gilberto restableció milagrosamente la armonía: «Eres brasileño, Tom, eres perezoso». Es posible que, debido a esa frase, Chega de saudade acabara por convertirse en el disco perfecto.
Vinicius de Moraes solía decir que el mejor amigo del hombre es el güisqui. «El perro embotellado», lo llamaba
Sorteado aquel primer gran obstáculo, la trayectoria comercial del single sobrevivió a unas cuantas adversidades. Compitió primero con el himno nacional, fervorosamente programado por las emisoras de radio tras conquistar Brasil, en Suecia, su primer mundial de fútbol.
Pasado el ardor patriótico, el ejecutivo del cual dependía el lanzamiento de una estruendosa campaña de promoción en São Paulo, escuchó la voz de Gilberto y se creyó víctima de una broma. «¿Así que esta es la mierda que nos manda Río? –rugió–. ¿Cómo se les ocurre grabar a un cantante resfriado?». Antes de que terminase la canción, cogió el vinilo y lo rompió contra el borde de la mesa. Afortunadamente para la música, y para el mundo, alguien consiguió convencerlo y Chega de saudade alcanzó la categoría de bombazo.
La palabra bossa [protuberancia; o habilidad, maña] ya se empleaba para definir a alguien que sonara diferente. La expresión bossa nova se utilizó por primera vez en 1957, un año antes de Chega de saudade, en un concierto que reunía a algunos de los futuros nombres del movimiento como Roberto Menescal o Carlinhos Lyra. En la puerta había una pizarra en la que, escrito a tiza por una secretaria, se leía: «Hoy, Sylvinha Telles y un grupo bossa nova». Ojo, no un grupo ‘de’ bossa nova.
Cuando el fenómeno estalló, tres clubes de Copacabana ubicados en el Beco das Garrafas [callejón de las botellas], célebre por el vidrio que arrojaban los vecinos sobre los noctámbulos, representaron para el nuevo movimiento lo que el Minton’s Playhouse, el club de la calle 118 de Harlem, fue para el bebop y el jazz a comienzos de los años 40.
En el segundo semestre de 1958, Jobim y Newton Mendonça, su otro gran socio musical además de Vinicius, escribieron Desafinado. Un día llamaron a João Gilberto y a otros dos cantantes para mostrársela y decidir quién le pondría voz. Al sonar la última nota Gilberto emitió un impositivo: «¡Es mía!». Desafinado fue el último impulso a la consolidación del nuevo género musical. En la letra figuraba la expresión bossa nova, aunque no se asociara todavía a ningún tipo de música.
Finalmente, en 1959, los medios se hicieron eco de un festival que reunía a varios músicos seguidores de la batida de João Gilberto, debatiendo qué estilo era aquel. La expresión «samba moderno», que se empleaba hasta entonces, fue sustituida de manera definitiva por «bossa nova», impuesta por el periodista y música Ronaldo Bôscoli [futuro protagonista de un tormentoso matrimonio con Elis Regina, la gran voz de Brasil]. De repente en Brasil todo era bossa nova, desde una nueva marca de frigoríficos a una promoción inmobiliaria.
La alta sociedad carioca pronto se interesó por el fenómeno e invitaba a los músicos a tocar en sus casas y apartamentos de las zonas nobles. Los músicos acudían a recepciones en embajadas, sin saber muy bien cómo comportarse. Se rumoreaba que en aquellas refinada reuniones desaparecían objetos de los apartamentos, como tenedores, ceniceros y otros utensilios.
Las adhesiones a la bossa nova se sucedieron como un aluvión. Incluso Roberto Carlos intentó acercarse –asegura Ruy Castro–, dejando aparcada por un tiempo su obsesión por Elvis. Escuchó una noche a João Gilberto y, en cuanto aprendió a hacer una aceptable imitación del bahiano, compuso una bossa. Intentó introducirse en el grupo, pero no le dejaron ni acercarse al micrófono. Un día, Menescal se lo llevó a un rincón y le advirtió: «Mira, tío, no tienes nada que hacer. Quieres cantar igualito que João Gilberto, pero ya tenemos a João Gilberto». Cuando la cosa estalló, Columbia contrató a Roberto Carlos por cuatro años, durante los cuales continuó imitando al bahiano, hasta que encontró, digámoslo así, su estilo propio.
En 1960, el segundo disco de Gilberto, O amor, o sorriso e a flor, lanzado al poco en EE.UU. como Brazil’s brilliant João Gilberto, supuso la consolidación del movimiento. Esta vez –escribió Tom–, todo fue «paz y pajaritos». Un ejemplo: en los versos iniciales de Corcovado, algo molestaba a Gilberto. Cantaba: «Um cigarro e um violão/Este amor, uma canção», y se detenía. Al final, le dijo a Jobim: «Tomzinho, qué es eso de Un pitillo y una guitarra. El tabaco es algo malo. ¿Y si lo cambias por ‘un cantinho, um violão’ [un rinconcito, una guitarra]?». Tom, que fumaba tres paquetes diarios, aceptó la sugerencia de João, que llevaba un tiempo ya sin aspirar nada de nada.
El repentino buen entendimiento entre ambos tuvo que ver, quizá, con el inminente matrimonio de Gilberto, de 29 años, con Astrud Weiner, de 20, una chica de clase media con buena voz y aspiraciones profesionales que habría de lanzar la bossa nova a la estratosfera al cantar Garota de Ipanema.
Inspiró esa canción otra joven: Heloísa Eneida Menezes Pinto, Helô, de 19 años, metro sesenta y nueve, ojos verdes y cabello negro, largo y liso. En el invierno carioca de 1962, entraba con frecuencia al Veloso [hoy llamado Garota de Ipanema], el refugio favorito de Tom y Vinicius. Compraba tabaco para su madre y salía envuelta en una sinfonía de silbidos de admiración. El músico y el poeta la vieron pasar, no una, sino innumerables veces. No revelarían la identidad de su musa hasta tres años después, cuando ya estaba prometida.
Para entonces, ya había tenido lugar el encuentro, uno de los más trascendentales en la historia de la bossa nova, que hizo de aquella composición una leyenda: el del saxofonista norteamericano Stan Getz con João Gilberto. Presentados en un concierto celebrado en 1962 en el neoyorquino Carnegie Hall (Jackie Kennedy se llevó luego a los músicos a la Casa Blanca), el álbume Getz/Gilberto supondría dos años después el primer hito internacional de la música popular brasileña.
Cuanto más bajo cantaba João Gilberto, más insistía Stan Getz en soplar como si sus pulmones fueran fuelles gigantes. Luego, reecualizó el disco para mantener su saxo siempre en primer plano
La grabación del álbum, cómo no, fue una experiencia bastante menos plácida de lo que sus famosos ocho cortes pudieran hacer creer. Era una época en que Getz sólo se relacionaba con el resto de la humanidad con tres o cuatro copas en el cuerpo. João interpretó Samba de una nota só, con Tom al piano, para mostrarle al saxofonista cómo debía hacerse. Getz, que ya la había grabado en su disco Jazz Samba –de cuyo single, Desafinado, vendió un millón de copias–, no la había captado bien entonces y, opinaban Gilberto y Jobim, seguía sin captarla.
Ruy Castro describe así el episodio: «Tom, dile al gringo este que es un idiota», le ordenó João a Jobim, en portugués. «Stan, João dice que siempre soñó en grabar contigo», tradujo Jobim. «Curioso –replicó Getz–. Por su tono, no parece que haya dicho eso».
Luchando contra la impaciencia, Tom se dirigió a su amigo David Drew Zingg, quién los había puesto en contacto: «David, date un salto a la delicatessen de la esquina y compra una botella de güisqui para el amigo, a ver si se desatasca». Y Getz se desatascó. Tocar bossa nova con brasileños lo cohibía. El ritmo y la elasticidad del batería Milton Banana convertía en reumáticos a los percusionistas con los que solía tocar; y cuanto más bajo cantaba João Gilberto, más insistía Getz en soplar como si tuviera fuelles gigantes en vez de pulmones. Más adelante, Gilberto se quejó de que Getz reecualizara el disco para que su saxofón sonara aún más alto y mantenerse todo el tiempo en primer plano.
«Después de aquellas sesiones, Tom y João quedaron muchos años sin hablarse –prosigue Castro–. Trabajar con Gilberto nunca fue fácil». La grabación, en cualquier caso, pasó a los anales de la música. No sólo porque la química entre Getz, Jobim y Gilberto acabó finalmente por surgir, también por la presencia casual de Astrud y su petición de cantar las partes en inglés de Garota de Ipanema. A Creed Taylor, el productor, le gustó tanto que repitieron la fórmula en Corcovado, el corte que les faltaba por grabar. En 1964, el single Garota de Ipanema elevaría a las alturas al resto del álbum. Hoy, la canción, rivaliza con Yesterday, de los Beatles, como la más popular de la historia y generó ingentes ingresos a los implicados, aunque en un reparto ciertamente desigual.
Stan se compró una casa estilo Tara, con 23 habitaciones y columnas blancas, a la que sólo le faltaba Scarlett O’Hara en su interior. João recibió 23.000 dólares y algún Grammy que guardó en un armario y perdió en una mudanza. Y Astrud ganó lo que el sindicato de músicos estipulaba por una noche de trabajo: 120 dólares.
«Stan todavía reclamó a la discográfica que se le hubiera pagado tanto –revela Castro–. Cuando el saxofonista Zoot Sims, que tocó con Getz, se enteró del reparto, comentó: ‘Me alegra saber que el éxito no ha cambiado a Stan. Continúa siendo el mismo hijo de puta de siempre’». Ahora bien, Getz se llevó de gira a la ya ex mujer de Gilberto, modelando así una carrera que le permitiría imponerse en el mercado norteamericano cantando en inglés y portugués.
De nuevo soltero, Gilberto sufriría ese año un percance que condicionaría el resto de su carrera... y el de su carácter. Durante una actuación en Italia, el genio sufrió una distensión muscular que le afectó la mano y parte del brazo derecho; inesperada consecuencia de su modo de tocar. Sus dedos pulgar y meñique se estiraban formando casi una recta, mientras los otros tres daban el toque, tensando todo el antebrazo; una posición imposible para las articulaciones que, finalmente, le pasó factura.
Se sometió a fisioterapia y se recuperó, pero estuvo cinco años tocando poco y grabando menos todavía. Siempre había alguna excusa: la mano, la voz –pasó, incluso, una temporada sin hablar–; que los técnicos «maquillaban» sus grabaciones y le cortaban la respiración al cantante... Rechazaba, además, tocar en lugares donde el público hablara y se iba del escenario en cuanto escuchaba algún ruido entre la platea. «Al público no le ha gustado», justificaba. Actitud que mantuvo casi hasta el final de sus días.
Pero en 1964, mientras Gilberto comenzaba a renegar de la fama, una nueva hornada de talentos iba tomando posesión de los clubes cariocas. Hablamos de Toquinho, Chico Buarque, Sergio Mendes, Marcos Valle y, sobre todo, de Jorge Ben, que un año antes había vendido más de cien mil copias del rotundo Samba esquema novo.
Ya andaba también por allí, menospreciada inicialmente por su origen sureño, una joven de 19 años llamada Elis Regina. «Esta gaúcha es muy cateta –dijo de ella Tom Jobim mientras le grababa sus primeras canciones en los estudios de la CBS–. Todavía huele a churrasco». La 'paleta', sin embargo, no tardó en ser reconocida como la mejor cantante de Brasil, grabando, diez años después, el inmortal Elis & Tom, hogar de joyas como Águas de março, gran clásico del género.
Por aquel entonces, Vinicius pasaba la mayor parte del tiempo en la bañera. Alrededor, en taburetes, colocaba café, güisqui, hielo, tabaco, bocadillos, lecturas varias, bloc, lápiz y teléfono. A las visitas las invitaba a desnudarse para conocer los efectos reconstituyentes del baño. «Y el poeta necesitaba reconstituirse cada día –ironiza Castro–. Solía decir que el mejor amigo del hombre no es el perro, sino el güisqui. El güisqui es el perro embotellado, añadía».
Jobim sitúa el clímax de la escalada alcohólica de Vinicius (y de si mismo) en 1960, época en que las curas de desintoxicación del bardo en una clínica del barrio de Gavea, de la cual tenía llaves y permiso para entrar y salir a la hora que quisiera, no son, precisamente, una leyenda urbana.
João Gilberto pasó horas en el baño y ante la cuna de su sobrina probando su nuevo toque de guitarra y cantando muy bajito
Tampoco su encuentro con Baden Powell, otro monstruo de la música brasileña, al que, tras escucharlo tocar la guitarra toda una noche, le propuso componer algo juntos. Cuando entró en su piso, Powell no imaginaba que permanecería allí tres meses, pillando la mayor melopea de su vida –240 botellas de güisqui, calculó Vinicius–, que fue también una de las más prolíficas de la historia: 25 canciones, las míticas afrosambas, inicio de la admirable carrera del guitarrista. El poeta fue también –revela Castro– quién implantó el diminutivo en la bossa nova, un movimiento musical cuyas estrellas se devoraban entre sí mientras se trataban cariñosamente de Tomzinho o Joãozinho.
Aunque para encuentros trascendentales, ninguno como el de Jobim y Sinatra, de quien el brasileño siempre había sido incondicional. En 1957, de hecho, tras componer Por causa de vocé junto a la diva Dolores Durán, una de sus primeras obras, Tom dejó caer un: «¿Te la imaginas con Sinatra?». Diez años después, respondió un buen día al teléfono y una voz inesperada le soltó un: «Me gustaría hacer un disco contigo». Estupefacto, Jobim balbuceó: «It’s an honor».
Tom se fue a Los Ángeles para trabajar con Klaus Ogermann, el arreglista de Sinatra, mientras Frank, a sus 50 años, se iba a Barbados, un poco para preparar la voz y otro para recuperarse de la tremenda crisis que atravesaba su matrimonio con Mia Farrow, por aquel entonces de 20 años.
El trabajo con Ogermann acabó rápido y, mientras esperaba a Sinatra en un hotel, se distrajo escribiendo a Vinicius. En una de esas cartas se describía como: «Un infeliz inmovilizado en un cuarto de hotel, esperando la llamada para la grabación, con esa astenia física que precede a los grandes acontecimientos, viendo la tele sin parar y lleno de barrigosis». Y firmaba: «Astenio Claustro Fobim».
La llamada, finalmente, llegó y los dos genios empezaron a grabar el 30 de enero de 1966. «Hay quién dice que Tom estaba nervioso –señala Castro–, pero no era para tanto. Al fin y al cabo, ya había grabado muchas veces con João Gilberto». En el estudio le dijo a Frank que cantara bajito y el músico más poderoso de todos los tiempos se sometió sin rechistar. «Intentaré contenerme», dijo. Al acabar, Frank bromeó: «La última vez que canté tan bajo tenía faringitis».
El disco con Sinatra fue básico para la difusión de la bossa, aunque La Voz fuera de los últimos en acercarse al género. Antes, todos los grandes ya habían respirado los aires que llegaban de Brasil: Nat King Cole, Sarah Vaugahn..., hasta Elvis grabó un artefacto titulado Bossa nova baby. 65 años después, la saudade (nostalgia, anhelo, melancolía), término portugués tan asociado al género, sigue presente. Las emisoras todavía programan los clásicos y las compañías en Brasil buscan nuevos artistas. Buena forma de celebrar tan cadente aniversario.
-
1 Los 10 grandes mitos sobre cumplir años... y lo que la ciencia dice sobre ellos
-
2 El experimento de la CIA que convirtió a los americanos en cobayas sin saberlo
-
3 Mariló Montero: «Prefiero ir de provocadora que de sumisa»
-
4 Ron Fouchier: «El virus se está adaptando a los humanos en tiempo real. Cada contagio es una lotería»
-
5 Pódcast | Sexo y pasión en la corte: la vida íntima de los reyes de España