Imagina que tus padres te dicen: 'Ojalá estuvieras muerto'. Te haría pensar, ¿no?». Tiene 35 años y no se llama Andrés, aunque pide figurar con ese nombre. «No quiero perder mi trabajo». Ecuatoriano de Guayaquil, llegó a España con 14 años y durante una
década, asegura, formó parte de una banda latina en un barrio de Madrid. En esa época, relata, cometió robos con violencia, atracos, se peleó a golpes y machetazos con chicos de otras bandas, dejó en coma a una persona y pasó por las prisiones de Alcalá Meco y Soto del Real.
Su vida era, así lo ve ahora, una huida hacia delante dominada por el miedo, el odio y una angustia que le secuestraba el sueño. Luchaba contra ella con marihuana, cocaína y alcohol mientras se convertía en padre de dos hijos de dos madres distintas y en hijo de unos padres desesperados. Hoy, tras dejar aquella vida, no le extraña que desearan verlo muerto. A nadie le hubiera extrañado ese final, de hecho, porque morir fue para él una posibilidad real. O matar.
Andrés se inició en aquel mundo poco después de que un chico de 17 años llamado Ronny Tapias fuera asesinado en Barcelona por miembros de la Asociación Ñeta. La muerte de Tapias, un estudiante al que confundieron con un latin king, fue la brutal presentación en sociedad de un fenómeno que, hasta entonces, asociábamos a Nueva York, Los Ángeles o a las urbes latinoamericanas. Pero las bandas latinas ya estaban en España. Es más, llevaban aquí 4 años.
Los Latin Kings fueron los primeros en montar 'sucursal' a este lado del Atlántico. En 1999, cinco ecuatorianos pusieron en marcha en Galapagar (Madrid) la Sagrada Tribu América Spain de la Todopoderosa Nación de los Reyes y Reinas Latinos. Poco después, los Ñetas hicieron lo propio y, más tarde, DDP (Dominican Don't Play) y Trinitarios. Cuatro grandes protagonistas compartiendo un historial delictivo que, en más de dos décadas, acumula incontables reyertas a machetazos, cuchillos, palos e incluso armas de fuego y más de una docena de muertos. Los últimos, el pasado febrero, cuando un chico de 15 años fue asesinado en la calle Atocha de Madrid y un joven de 25 perdió la vida en el barrio de Usera, también en la capital.
El currículo criminal de estas organizaciones incluye, además, robos con violencia, atracos, menudeo de droga y algún intento –abortado policialmente– de narcotráfico a pequeña escala, pero son las reyertas y los muertos lo que convirtió a las bandas en una amenaza que propició la creación de unidades ad hoc en Policía Nacional, Guardia Civil y Mossos d'Esquadra.
La represión consiguió reducir su número –de 800 pandilleros en 2006 en Madrid se pasó a 300 antes de la pandemia; cifra similar a la que los Mossos manejaban en Cataluña–, pero en los tres primeros meses de este año los delitos vinculados a bandas latinas se han disparado un 26 por ciento. «El panorama ha cambiado en los últimos años –explican desde la Jefatura de Información de Guardia Civil, que en 2014 abortó la implantación de la temible Mara Salvatrucha–. Los líderes de Latin Kings y Ñetas fueron encarcelados y muchos integrantes, deportados. A su declive, sin embargo, ha seguido la ascensión de Trinitarios y DDP, bandas más despiadadas si cabe».
La contienda que enfrenta a estas dos bandas de origen dominicano tuvo su punto de inflexión en marzo de 2016 tras la muerte a puñaladas de un trinitario de 15 años en la Puerta del Sol, en pleno centro de Madrid. El ánimo de venganza guía desde entonces a los de su clan, que también se la tienen jurada a latins y ñetas. Ante este panorama, la atención mediática es inevitable, pero también contraproducente, ya que, advierten desde la Brigada de Información de Policía Nacional, «es publicidad gratuita para ellos. Les encanta salir porque contribuye a su mitificación y atrae a nuevos reclutas».
A Andrés, por ejemplo, le atrajo ser de los más duros del barrio. Con ellos se sentía protegido y, además, ligaba. Todo un imán para adolescentes. «Desde que llegué a España –cuenta–, me sentí solo y rechazado. Un día, me pegaron unos españoles y eso me enfureció. ¿Qué había hecho yo? Vi que nadie se metía con los de las bandas y empecé a acercarme, a hacerme el duro y a no ir a clase.
Llegué a ser el tercero del escalafón a base de apuñalar y dejar a chicos inconscientes, robar y reclutar en las fiestas que organizábamos». Andrés habla con XLSemanal en una sala del Centro de Ayuda Cristiano (CAC), la organización que lo ayudó a cambiar de vida. A su lado, otros tres expandilleros con nombres postizos asienten al escucharle: Daniel y Kevin, ecuatorianos de 26 y 33 años; María, dominicana de 23. Mientras rememoran con crudeza su pasado, cuesta encontrar en estos jóvenes calmados y reflexivos que te perforan los ojos al hablar resquicios de los adolescentes violentos que, admiten, llegaron a ser. Pero aquello fue hace años. Hoy ayudan a otros a seguir ese camino de salida.
«La mayoría quiere salir, pero ahí dentro te sientes atrapado; crees que no es posible –dice Kevin, ex latin king en cuya espalda mantiene una corona tatuada, símbolo del rango de rey (jefe de barrio, o 'capítulo') que alcanzó en la banda, con 32 chicos a su cargo–. Yo pensé en suicidarme. Pasé ocho meses en Badajoz, mi quinta condena, por dejar tetrapléjico a un ñeta. El juez me envió allí porque no había presos de bandas, para alejarme. Me sentí solo, mi vida entera se me vino encima y pensé que jamás dejaría de ser un latin. Pero salí. Y sé que muchos quieren dejarlo, pero no saben cómo».
Así le sucedió a María, sumida en una espiral depresiva tras quedarse embarazada de su novio trinitario con apenas 14 años. El relato de su aborto autoinfligido pone los pelos de punta. «A partir de ahí me hundí –revela–. Quería salir, pero solo era una chavalita aterrorizada. Y si mostrabas debilidad estabas perdida. Así que me convertí en la más mala: fumaba, bebía, dejé de estudiar, robé, espié a los DDP, golpeé a chicos y no paraba en casa. Pero empecé a oír voces, a tener pesadillas y a ver cosas donde no había. Un día, una chica me invitó al Centro y, por primera vez en mi vida, alguien me escuchó. Y nadie me juzgó. Esa noche dormí tranquila».
Daniel, a su lado, se suma a las confesiones. «Yo apuñalé a un latin en el tórax cuando tenía 16 años. Andaba rabioso porque en una pelea me había cortado con una botella cerca de la yugular y casi me mata. Siempre era así: das un golpe, la rueda de la venganza echa a andar y ya no se detiene. Es difícil vivir así, con miedo, desquiciado, atormentado».
Además del CAC, en los barrios de Madrid y Barcelona diversas organizaciones se esfuerzan por ayudar a estos jóvenes y afrontar el fenómeno más allá de la vía represiva. En ese mundo destaca Carles Feixa, antropólogo de la Universidad de Barcelona y quizá el mayor experto español en bandas fuera del ámbito policial. Feixa lidera el proyecto europeo Transgang, que estudia experiencias de mediación con pandillas en diversas ciudades de Europa, América Latina y el norte de África; proyectos que promovieron una reducción significativa de la violencia al trasladar la energía de los jóvenes a actividades de tipo cultural, deportivo, formación...
Es el tipo de solución que propone para atajar el enfrentamiento entre Trinitarios y DDP. «Llevamos años escuchando que la delincuencia asociada a bandas se reactiva y la única respuesta son redadas, cacheos y detenciones. Si hay delito, que se persiga, claro, pero esto no se combate solo con Policía. Mientras no se actúe sobre la raíz, el odio entre las bandas seguirá creciendo hasta convertirse en una guerra».
Ofrecer alternativas es el empeño del Centro Jara, espacio socioeducativo de la Asociación Barró en el distrito madrileño de Ciudad Lineal. «Las bandas latinas son el retrato extremo de la exclusión –señala Juan Molano, su coordinador–. Desarraigo, falta de identificación, racismo, fracaso escolar, violencia familiar... son problemas que viven muchos jóvenes latinoamericanos en España. Sus padres trabajan todo el día y crecen sin control, sin afecto, sin referencias; y encuentran en la calle lo que no hallan en ningún otro sitio. No todos los que acaban en bandas son así ni todos los que son así acaban en bandas, pero es un perfil muy extendido».
La falta de recursos, sin embargo, limita a las ONG. Molano y su equipo, por ejemplo, atienden a más de 100 chicos y chicas en riesgo de exclusión social y tienen a muchos más en lista de espera. Les ofrecen formación, ocio, ayuda terapéutica, simple atención muchas veces, alguien con quien hablar; herramientas que, en palabras de su coordinador, les permitan reducir el impacto de criarse en familias desestructuradas y los ayuden a trabajar su base emocional.
Presente en Vallecas desde 1986, las estrecheces presupuestarias también limitan a la Asociación Cultural La Kalle. «Este asunto no le importa a nadie porque con políticas sociales para la prevención de la violencia juvenil no se ganan votos», señala Gonzalo Sarmiento, su responsable de proyectos. Desde sus 18 años de experiencia como educador de calle critica la visión que los medios ofrecen sobre el fenómeno. «Es desproporcionada –opina– y está creando un estigma hacia todos los jóvenes latinoamericanos que visten de determinada forma».
De hecho, tras los asesinatos de febrero, los «cacheos preventivos» se han intensificado este año en algunos barrios de Madrid en busca de machetes y demás armas propias de las bandas. «Los chicos latinoamericanos que delinquen son una pequeñísima minoría. Lo dice la propia Policía. Y ya no son solo latinos, también hay españoles, rumanos, marroquíes e incluso chinos –subraya Molano–. Sin embargo, constantemente nos vienen chavales que no están en bandas a decirnos: '¿Por qué nos registran si no hemos hecho nada? Solo estábamos jugando al futbol en el parque'. Están convirtiendo en sospechosos a miles de jóvenes».
Son chicos como aquel Kevin que llegó a España con 15 años y se sintió rodeado por todas las miradas. «Pensaba que todo el mundo era racista y me despreciaba –rememora–. Aunque ahora creo que muchas veces era yo el que lo interpretaba así, a la defensiva. Porque me sentía abandonado, inferior; no me valoraba. Y eso es lo que me llevó a la banda». Allí perdió 12 años de su vida y hoy, siete después de desertar como latin king, lanza a modo de conclusión un aliviado: «Por suerte, no maté a nadie».
Daniel, 28 años
«Soy de Quito y vine a Madrid con 7 años. Crecí con miedo a mi padre, lo odiaba y, cuando nos abandonó, mi madre entró en depresión y yo, con 13 años, quedé fuera de control. En casa, todo eran gritos y en la banda hallé refugio. Tenía odio, rabia y amargura, pero de pronto era popular, respetado y poderoso. Y eso atraía a las chicas. Éramos unos 25 del barrio, en Usera, y parábamos a diario en un parque. Bebíamos, nos drogábamos y buscábamos a ñetas y DDP para caerles a botellazos y con cuchillos, machetes y hachas. Una vez, me apuñalaron y a partir de ahí me obsesioné con la venganza. Le di tres puñaladas en el tórax y salí corriendo. Cuando me detuvieron y empecé a tener juicios, me sentí en el fondo de un pozo muy profundo. Lloraba cada vez que estaba solo. Quería cambiar, pero no sabía cómo. Los que te quieren ya no esperan nada bueno de ti, pero en el Centro de Ayuda Cristiano encontré el apoyo y el empuje para seguir. Cumplí condena y ahora solo quiero ayudar a más chicos a salir. Por eso me hice pastor».
María, 25 años
«Cuando vivíamos en Santo Domingo, mi madre mandó matar a mi padre. Lo culpaba de la muerte de uno de mis hermanos y... bueno, es complicado. El caso es que, aun así, siguieron juntos. Entonces vinimos a Madrid, yo con 10 años. Mi madre trabajaba, apenas la veía y mi padre siguió pegándola; en el cole era la única negra, mi nivel era pésimo y sufrí bullying. Me ahogaba. Entonces, con 13 años, conocí a un trinitario de 16. Yo no era nada y, de pronto, me sentía poderosa. Pero el chico empezó a maltratarme y, lo peor: me parecía normal. 'Yo me gano los golpes. Soy la culpable'. Y ahí, con 14, me quedé embarazada. Todos se desentendieron y no podía contárselo a mi madre, así que una noche me tomé un remedio casero que conseguí por ahí. Pensé que me moría; fue un dolor horrible en la barriga. Me arrastré al baño y empujé hasta que salió el feto. 'Mataste una vida', pensé. Y todo perdió el sentido. Quería ser la más mala. Me daba igual matar... Una noche, un hombre me lanzó un piropo y le dimos una paliza brutal. Allí quedó, en el suelo. Yo pensaba que no llegaría a los 30, pero hoy sé que, si persevero, puedo tener una vida digna. Ahora trabajo en un burguer y limpio casas».
Kevin, 35 años
«Estuve preso en Alcalá, Soto del Real, Aranjuez y Badajoz, pero cuando vine a España, con 15 años, soñaba con ser arquitecto... Ni siquiera pude matricularme en el instituto. Empecé a jugar al fútbol con unos chicos y, una noche, me presentaron a sus jefes en una discoteca. Iban de oro y negro, con sus collares y rodeados de chicas. Me deslumbraron, yo también quería ser latin king y no sentirme solo. «Para entrar, debes apuñalar a un ñeta», me dijeron. Me dieron a fumar marihuana con cocaína y, con un jamonero que compré en un chino, me fui hacia el ñeta. No murió. Luego me enseñaron cómo hacer que una persona se desangre rápido: girando el cuchillo para abrir la herida. Más tarde dejé tetrapléjico a uno... En 12 años es un milagro que no matara a nadie, porque la rabia no me abandonaba. Tampoco el miedo. Daba vueltas por el barrio antes de ir a casa por si me seguían. Y recuerdo los castigos, el 'minuto de pared' lo llamábamos, una lluvia de patadas y puñetazos».