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Jefe de una manada de lobos

22 DE ABRIL DE 1967 Félix Rodríguez de la Fuente fue un colaborador habitual de ABC y Blanco y Negro, donde escribió numerosos reportajes sobre la vida de los animales y la necesidad de respetar a la

Arriba, Rodríguez de la Fuente convertido en jefe de su manada de lobos. Izquierda, su mujer, Marcelle, jugando con uno de los miembros del grupo. A la derecha, con un águila que acude a comer a su mano. Portada de ABC del 21 de octubre de 1964. En tan temprana fecha, nuestro periódico ya destacaba su labor como naturalista y «cetrero mayor de España».

22 DE ABRIL DE 1967 Félix Rodríguez de la Fuente fue un colaborador habitual de ABC y Blanco y Negro, donde escribió numerosos reportajes sobre la vida de los animales y la necesidad de respetar a la naturaleza. A continuación reproducimos parte de su informe sobre cómo adoptó a un grupo de lobeznos que le trataron como al líder del grupo

La voz estentórea de Jesús Martín Fernández de Velasco sonó como un trueno, a las siete de la mañana, en el auricular de mi teléfono.

-Tengo dos lobeznos para ti; se los acababan de robar a la loba unos pastores del Bierzo y los he rescatado.

-Pobres lobos, perseguidos durante siglos a sangre y fuego... Pero es que ahora mismo salgo para un rodaje en Gredos.

-Nada de rodajes, estos bichos están deshidratados, muriéndose de hambre. Sólo tú puedes sacarlos adelante.

Cuatro horas más tarde rodaba a 120 por las rectas de Olmedo y Arévalo, con el lloriqueo de dos lobeznos como música de fondo. En el soto de Medinilla, bastión de mi amigo «Chus», se intentó darles leche de vaca, pero la tomaban muy mal y los infelices animalitos perdían vitalidad por momentos.

Cuando abrimos el cajón donde habían viajado los cachorritos, una secreta desilusión se apoderó de todos nosotros: estaban sucios, malolientes, delgados, con los ojillos tristes y velados. Intentamos darles el biberón, pero si les cogíamos en brazos se debatían y movían las pesadas cabecitas con tal energía, que resultaba imposible meterles la tetina en la boca.

Febrilmente pensaba yo en lo que hace una loba o una perra con sus cachorrillos: les calienta, les amamanta, les protege... ¡les lame! Aquí podía estar la clave. Pero no se alarmen ustedes; afortunadamente no tuve que pasar detenidamente mi lengua por el sucio cuerpecillo de los lobeznos. Teníamos una esponja y agua tibia. Y, con toda meticulosidad, Micky fue acariciando con ella la tripita y, sobre todo, los orificios naturales de los cachorritos.

El resultado fue teatral: al contacto de la esponja, húmeda y caliente, «Sibila» y «Remo» se relajaron y, por primera vez, emitieron una vocecita dulce que reflejaba la más profunda satisfacción.

Creímos que había llegado el momento de ofrecerles nuevamente el biberón. Esta vez fue muy fácil metérselo en la boca, pero ninguno de los dos hizo el menor movimiento de succión. Les dejaba tan indiferentes como meterles un trozo de madera.

En nuestros interminables manejos con el biberón, notamos que ya apuntaban en sus encías los dientecillos y se nos ocurrió ofrecerles carne. Al fin y al cabo eran carnívoros y sus padres comienzan a darles este alimento en cuanto tienen dientes. Frutos salió corriendo a comprar un buen filete magro.

La carne no les atrajo lo más mínimo. Pese a que estaba perfectamente picada la retenían en la boquita sin tragarla, para terminar devolviéndola.

-¿Cómo traen los lobos la carne a sus hijos? -me preguntó Micky.

-En el estómago- respondí.

Cuando llegan al cubil devuelven la caza que han comido, en grandes trozos. La loba vuelve a masticarlo todo, para triturarlo mejor, y se lo va dando a los cachorros. Sin decir una palabra más, Micky comenzó a escupir sobre la carne picada y la mezcló íntegramente con su saliva.

Otro golpe de teatro: los cachorros se la bebieron materialmente, engullían tan de prisa y con tan visible satisfacción, que no nos daban tiempo de colocar puñados delante de sus hocicos. Frutos salió, esta vez volando, hacia la carnicería.

Sólo entonces me di cuenta de que mi papel en la crianza de «Sibila» y «Remo» se había decidido aquella mañana. Los lobeznos ya habían elegido a su madre.

En la primera comida de «Sibila» y «Remo» tuvimos ya la oportunidad de aprender algo nuevo: la saliva humana tiene un gusto muy parecido a la saliva lobuna. En otro caso no hubiera despertado el apetito de los cachorros.

Y también nos explicamos la costumbre que tienen las madres de todos los pueblos primitivos del mundo, desde los esquimales a los pigmeos. Mastican cuidadosamente los alimentos antes de meterlos en la boca de sus hijos...

FÉLIX RODRÍGUEZ DE LA FUENTE

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