Franco no se fiaba de la Benemérita

La Guardia Civil ha sido una institución clave para la creación del moderno Estado liberal. En este libro, López Corral traza su historia a través de diversas tormentas políticas hasta nuestros días

La Guardia Civil ha sido una institución clave para la creación del moderno Estado liberal. En este libro, López Corral traza su historia a través de diversas tormentas políticas hasta nuestros días, en que se ha convertido en una institución eficaz que goza de la ... confianza del pueblo. En el siguiente pasaje, se describe cómo Franco estuvo a punto de disolverla tras la Guerra Civil

Para la Guardia Civil la contienda tuvo un precio altísimo en vidas humanas y heridos. Consecuencia del fragor de la batalla y de la represión que sufrió, el balance de víctimas superó los 2.700 muertos (7,86 por ciento del total de la plantilla) y los 4.100 heridos. Del total, el 83,7 por ciento lo fueron por el bando republicano.

Pero no sería el único precio que hubo de pagar. Desaparecida en la zona republicana, para poder sobrevivir en la nacional tuvo que soportar la desconfianza inicial que despertó en un sector del bando nacional y en el propio Franco, que censuraban el comportamiento de muchos oficiales de la Guardia Civil durante la sublevación, a quienes consideraban culpables del fracaso del golpe militar en las ciudades importantes y de que el 55 por ciento de sus efectivos hubiese permanecido en zona republicana, contribuyendo a que la guerra se prolongase. Franco estaba, desde luego, en lo cierto sobre el papel jugado por la Benemérita en la sublevación. Por ello, a poco de asumir la jefatura de los nacionales ordenó a la asesoría jurídica de su Cuartel General la elaboración de un informe que contemplase la disolución tanto de la Guardia Civil como del Cuerpo de Carabineros, cuya deslealtad había sido aún mayor que la de la Benemérita (el 66 por ciento de sus efectivos permanecieron fieles a la República y muchos de ellos seguían combatiendo como huidos). En esta asesoría prestaban servicio los militares Martínez Fuset y Blas Pérez (futuro ministro de la Gobernación), que eran admiradores de la Guardia Civil y pusieron objeciones a las pretensiones de Franco, recomendándole que, dada la dimensión del objetivo, solicitase otro informe a la Junta Técnica del Estado, lo que implicaba a la más alta instancia del Estado, al tiempo que revestía de legalidad y salvaguardaba la responsabilidad de Franco. Al frente de la Junta Técnica, organismo con rango equivalente a jefatura de Gobierno, se encontraba el veterano general Gómez Jordana, rendido admirador de la Guardia Civil desde los tiempos de la dictadura primorriverista, y que también desaconsejó a Franco en el mismo sentido que los asesores jurídicos. Franco optó entonces por aplicarse su mejor virtud: la prudencia, y decidió esperar a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.

Por fortuna para la Benemérita, en los primeros gabinetes de Franco había varios militares que también admiraban a la Guardia Civil, a la que consideraban patrimonio de España y parte de las Fuerzas Armadas, y que en algunos casos tenían un amplio sentido de Estado y altura de miras. Destacaban en esta defensa del cuerpo los generales Dávila, Asensio, Yagüe, Varela, el coronel Valentín Galarza y especialmente Muñoz Grandes, este último el más brillante e indisimulado amante de la Benemérita. A ellos se unían otros militares allegados a Franco, como Camilo Alonso Vega y el general Vigón, que ejercían influencia sobre el Caudillo, y que no veían con buenos ojos la pretendida disolución ni tampoco la alternativa al cuerpo. Contemplaba ésta la sustitución por unidades del Ejército y el adiestramiento de falangistas para encargarse de apoyar a los militares en la conservación del orden público, al estilo de la Policía hitleriana en la Alemania nazi.

Los falangistas, liderados por Serrano Suñer, encarnaban la defensa de los intereses civilistas, dicho sea con los reparos del caso, frente a los intereses de los militares sobre el modelo de Policía, en general y sobre la Guardia Civil en particular, a la que, además de criticar su actitud durante la contienda, acusaban de haber perdido prestigio y fuerza moral. El peligro residía en que Serrano Suñer no veía con malos ojos el proyecto de Franco y contaba para su ejecución con el asesoramiento de Himmler, el lugarteniente de Hitler y todopoderoso jefe de las SS, que le habría mostrado las bondades de una policía política, extremadamente fiel y muy apta para el Estado totalitario que debía abrazar el régimen franquista. De la idea no participaban los militares citados, que recelaban de las pretensiones y ambiciones falangistas y sobre todo de la conveniencia de utilizar a un agotado Ejército en tareas impropias, como eran las del orden público y la persecución de los huidos que permanecían ocultos en los sectores montañosos del país. Algunos de aquellos militares, como Vigón, Varela, Alonso Vega y Muñoz Grandes, creían una temeridad prescindir en tales circunstancias de una fuerza veterana, que cumplía lealmente la función de garantizar el orden en la retaguardia. En el caso de Muñoz Grandes, se daba además la particularidad de que desde su puesto en el Consejo Nacional de Falange era el encargado de controlar las milicias falangistas, a las que consideraba un peligro para el orden público y una auténtica amenaza en la sombra para el futuro de la Guardia Civil, razones por las que ponía pegas a su potenciación. Sin embargo, temían que la ascendencia de Serrano Suñer sobre Franco, su cuñado, podía influir en la decisión del general a la hora de prescindir de la Guardia Civil, lo que desató una lucha de intereses que se unía a la que caracterizó los primeros años del régimen entre las distintas familias por el control del Estado. Por suerte para la Guardia Civil, la crisis que sobrevino al atentado de Bilbao contra el general Varela en 1941, atribuido a sectores falangistas, provocó el relevo de Serrano Suñer del Ministerio de la Gobernación, al tiempo que propiciaría la entrada en el mismo del coronel Valentín Galarza, hombre vinculado a Varela y como él enemigo de Serrano y de los falangistas, que dimitieron en protesta por el nombramiento de un militar para la cartera de Gobernación.

Aun así, Franco se mantenía proclive a la sustitución de la Guardia Civil, y durante varios meses conservó encima de su mesa de despacho un borrador de decreto de disolución de la Benemérita y del Cuerpo de Carabineros. Pero Franco tenía entonces otras urgencias que atender, como era mantener a raya a las familias del régimen, en donde habían aparecido las primeras fisuras en forma de disidencias, lo que hacía peligrar la pervivencia de jefatura del Estado en su persona. Por estas razones, mantuvo su cautela y obró con paciencia, a la espera de ver cómo discurrían los hechos y también cuál era la respuesta de la Guardia Civil ante las exigencias de la situación de orden público en la zona nacional, donde la institución atendía a su servicio peculiar, a la persecución de los primeros huidos y a la lucha contra las infracciones de tasas y abastos. Especialmente el de los huidos no era un tema menor, dada la dimensión alcanzada por quienes se habían refugiado en el monte. En principio no eran muchos, pero sí constituían grupos cuya existencia preocupaba al alto mando nacional, que montaría un dispositivo para su persecución que era todo un síntoma del pensamiento inicial de Franco sobre cómo acometer la seguridad ciudadana: formar unidades mixtas, compuestas por guardias civiles y policías con el apoyo del Ejército y la Falange, pero bajo la supervisión de las autoridades militares. Se diseñó así una tupida red de destacamentos por toda la zona nacional, sin que apenas quedasen pueblos, por muy pequeños que fuesen, que no contasen entre sus habitantes con estas fuerzas mixtas.

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Por su parte, los hechos eran contundentes. Además de la suspensión de nuevos ingresos decretada por el alto mando nacional en 1936, la disciplina llegaba hasta el extremo de castigar con destino forzoso la mínima falta o las denuncias de que los agentes eran víctimas por parte de sus propios compañeros o por personas adictas al régimen, como le ocurrió a un teniente, trasladado por mantener amistad con elementos que habían sido del Frente Popular cuando apenas le quedaban dos meses para pasar al retiro. Era lo más leve que podía ocurrirles a aquellos guardias civiles sometidos a una estrecha vigilancia. Las separaciones del servicio estaban a la orden del día y no cesarían hasta años después de finalizada la guerra. El motivo era casi siempre el mismo: la actitud adoptada durante la contienda, depurada bien en juicios contradictorios, bien en la Causa General abierta el 1 de abril de 1939, bien por denuncias de otros compañeros, bien al desamparo de lo dispuesto en la Ley de Responsabilidades Políticas decretada el 13 de febrero de 1939, bien por los Tribunales de Honor que se habían restablecido por decreto de 17 de noviembre de 1936.

Todas las actuaciones implicaban la política de depuración de los cuadros de mando y de tropa durante la guerra. Por eso, a medida que el final de la guerra se aproximaba, en los cuarteles de la institución republicana sus moradores experimentaron un sentimiento contradictorio. Por un lado, de alivio por el final de tanta tragedia e inseguridad. Por otro, de zozobra por conocer lo que las autoridades franquistas les iban a deparar.

Desde Burgos, Franco se había apresurado a lanzar un mensaje de tranquilidad, en el que aseguraba que quien no tuviese las manos manchadas de sangre no debía temer por su vida y sería aceptado dentro de la «nueva España», pero también advertía que el peso de la justicia caería con todo su rigor sobre aquellos que se hubiesen destacado por su beligerancia contra la causa nacional. La mayoría de los ex guardias civiles estaban en el primer grupo, y confiaban en la generosidad de los vencedores, pero había otros que no podían disfrutar de esta tranquilidad. Era el caso de algunos oficiales y desde luego de quienes habían ostentado cargos de responsabilidad en los diferentes comités republicanos. Muchos de ellos intentaron abandonar el país y otros se resignaron a su suerte. Entre los primeros hubo quienes consiguieron su objetivo y otros que fracasaron en el intento y resultaron apresados. Ningún guardia civil que permaneció en zona republicana se libró del proceso. De hecho, cuando un guardia civil lograba pasarse al bando nacional desde el republicano, la primera medida era interrogarlo previa su reclusión en un campo de concentración, donde permanecía por unos dos meses, a la espera de que el sumario que se le había abierto depurase su conducta. Muchos fueron admitidos y lograron integrarse en las unidades repartidas por la zona nacional, pero otros no gozaron de la misma suerte. De hecho, los tribunales franquistas fueron muy duros con estos guardias civiles, y para nadie hubo perdón. En mayor o menor medida, todos fueron víctimas de los deseos de venganza que caracterizaron las depuraciones.

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Esta situación de provisionalidad permanecería hasta finales del verano de 1939, en que Franco decidió confiar en la apuesta de los defensores de la Guardia Civil, y resolver así un motivo más de las tensiones entre falangistas y militares por el control del aparato del Estado.

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