Azcárraga El alférez que sobrevivió en Teruel
Detrás de la muerte de un soldado no siempre hay grandes ideales. En muchas ocasiones es la inercia la que hace todo el trabajo sucio. Y es que si bien Cicerón dijo que prefería la paz más injusta a
Detrás de la muerte de un soldado no siempre hay grandes ideales. En muchas ocasiones es la inercia la que hace todo el trabajo sucio. Y es que si bien Cicerón dijo que prefería la paz más injusta a la más justa de las guerras, la realidad es que pocas veces se busca la opinión de los jóvenes que engrosan las filas.
Ésta es en esencia la enseñanza que Eugenio de Azcárraga extrajo de la Guerra Civil española, una contienda que hizo florecer los ideales románticos de las plumas más excelsas, pero que otros no recuerdan con más pátina que la del polvo que mordieron en las trincheras. Este hombre de 93 años, que defendió con tan sólo veinte la posición nacional en los frentes de Córdoba, Asturias y Teruel, es de los que piensan que la guerra es «una salvajada», un invento con menor componente ideológico del que se le presupone.
Se cumplen ya setenta años del fin de la Guerra Civil española, y a tenor de la virulencia que provoca el asunto en la arena política, parece que apenas ocurrió hace un par. Siempre nos quedarán los versos y la prosa de André Malraux, Hemingway, Orwell y Dos Passos, embaucados todos por el aroma exótico y el drama fraticida de una guerra «contra el fascismo y por la libertad». A lo que no le quedan muchas oportunidades es al testimonio directo de los superviviventes, algunos de los cuales asisten desde la barrera al debate sobre una «memoria histórica» a la que ellos contribuyeron. ¿Habita en sus mentes algún signo de arrepentimiento, algún resquicio de odio? ¿Arrastran traumas psicológicos? ¿Han optado por el olvido?
Los soldados y milicianos que hoy viven para contarlo andaban entonces por los veinte años, una edad «en la que estábamos preocupados por los estudios, el fútbol y las chicas. Sólo una minoría eran políticos por afición», explica este nonagenario de espíritu vitalista.
Aunque el paso del tiempo desdibuje el pasado y lo reduzca a la raspa de una historia de buenos y malos, Azcárraga insiste en que los radicales y exaltados eran los menos: «Si llegan a convocar un referéndum, no se hace la guerra», asegura. En una guerra civil, insiste, la pertenencia a uno u otro bando depende de una pedrea perversa. «En una guerra entre ingleses y franceses ya sabes dónde estás, pero aquí el factor geográfico determinaba por quién debías luchar».
Soldado sin vocación
Él mismo fue un soldado sin vocación militar, que recondujo su vida civil en cuanto tuvo oportunidad. Tras la contienda emprendió una próspera trayectoria como empresario del sector del acero, ocupación que le ha brindado la posibilidad de viajar por todo el mundo y afianzar el porte cosmopolita del que hoy hace gala.
Siempre abierto a conceder entrevistas para compartir sus experiencias, nos abre las puertas de su acomodada vivienda en el centro de Valencia; un piso amplio que a pesar de su aspecto añejo conserva el aura señorial de sus orígenes. El salón en el que nos recibe está bien guarnecido con retratos de familiares y amigos. Entre ellos nos llama la atención el del presidente de la Comunidad Valenciana, Francisco Camps, con el que se ha batido muchas veces en la cancha de tenis. «Es muy bueno», nos confiesa este amante de la vela y la natación, que en su juventud llegó a obtener un récord de 400 metros de crol.
Nacido en Jaén en 1916 pero de origen guipuzcoano, Azcárraga ha sido siempre un hombre bien relacionado, circunstancia que paradójicamente puso en peligro su vida en los prolegómenos de la guerra. Su abuelo, Marcelo Azcárraga -que llegó a ser cuatro veces presidente del Gobierno durante la regencia de María Cristina- estableció las bases de la rama familiar valenciana cuando se trasladó a la ciudad levantina como capitán general. Allí una de sus hijas contrajo matrimonio con el Marqués del Turia, uniendo así su árbol genealógico al de los Trénor, conocida familia burguesa valenciana con tradición política.
Azcárraga no se consideró nunca un fascista furibundo, aunque «si había que elegir» prefería dejarse seducir por la promesa de unificación y orden que representaba Franco frente al «caos» de la República. Y puntualiza: «Otra cosa fue la represión y la depuración de la posguerra, que me pareció profundamente injusta». Con un tono indefinido de disculpa -que la que suscribe este artículo no se atreve a escrutar-, el ex-combatiente especifica que su formación jesuita no inspiró nunca en él un exagerado sentimiento religioso; tampoco le gustó nunca el saludo hitleriano, razón por la que no se alistó en la Falange. «Yo era un conservador liberal, pero la política me importaba un pito». Sin embargo, a mediados de 1936, dos de sus primos, tan apolíticos como él mismo, aparecen asesinados en una cuneta de la localidad de Paterna. Entonces supo que su vida corría peligro en territorio republicano.
Recurrió entonces a un pariente italiano para salir del país a través de la embajada del país transalpino y poder pasarse al bando sublevado. Allí le facilitaron los documentos necesarios para volver a entrar en España por Navarra, única fisura fronteriza del frente rojo. Una vez en Pamplona, ingresó en el ejército y fue destinado a la batería de lanzaminas de Asturias. Ascendió a oficial y pasó a luchar a Córdoba; de ahí se valió de las influencias familiares para pasar al frente de Aragón. «Quería ser de los primeros en entrar a Valencia al terminar la guerra». Y efectivamente entró de los primeros, pero como prisionero.
Instinto de supervivencia
Contraviniendo la inclinación a la melancolía y el sentimentalismo de muchos mayores, Eugenio de Azcárraga expone sus recuerdos con cierto desapego, en plena coherencia con la alienación a la que se ve abocado el ser humano en un escenario bélico. «La guerra reduce tus instintos a la mera supervivencia, te convierte en un fatalista, porque aceptas que te puede pasar de todo. No piensas que te van a matar, pero llega un momento en que te mueves por inercia, eres un número, pierdes tu personalidad.»
La ofensiva de las fuerzas republicanas a la ciudad de Teruel en diciembre de 1937, posición que él defendió como alférez de Infantería, talló en su memoria imágenes de terror. Fue un asedio tremendo, en el que el ejército franquista perdió 800 de sus 1.200 hombres. Lo peor no fue ver la muerte vestida de caqui, sino «a niños pequeños y mujeres, con su pañuelito, destripados por las bombas.»
Después de resistir más de veinte días llegó el momento de la derrota, que se saldó con la captura de soldados y oficiales, que fueron confinados en el monasterio de San Miguel de los Reyes de Valencia, y posteriomente en el castillo de Montjuic.
¿Qué se le pasa por la mente a alguien cuando es llevado a un destino incierto? ¿Regurgita el odio de sus entrañas? ¿Se apodera el miedo del corazón? ¿Se refunda el espíritu con una valentía desconocida? «No, qué va. Uno está ya atontado, llevas días malcomiendo y sin agua, estás como drogado. Estás casi deseando que pase lo que tenga que pasar». Sin películas, así de prosaico.
Azcárraga, hombre en el que descubrimos a un interesante iconoclasta del romanticismo bélico, se refiere más a la «inconsciencia» del joven que a la gallardía del soldado en su relato de cómo saltó del tren en marcha que le trasladaba en enero de 1939 desde Montjuic a Francia, dentro de la maniobra de retirada de las tropas republicanas ante el avance de los nacionales sobre Barcelona. «Los prisioneros que se quedaron fueron asesinados días después en Pont de Molins. Yo pensé entonces que habían sido unos cobardes, pero luego comprendí que de haber sido yo mayor o caso de haber tenido mujer e hijos, yo tampoco me habría tirado.» De los que sí reunieron valor para saltar, uno se mató en el intento, y otro se hirió en una pierna. «Como no podía andar, lo dejamos apoyado en un árbol antes de seguir caminando hasta Francia.» ¿Volvieron a saber de él? «No, ni nosotros ni su familia.»
POR MARTA MOREIRA FOTO MIKEL PONCE
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