Sotogrande, la luna del mediterráneo
Los vientos de Poniente y de Levante marcan el ritmo de este lugar, sinónimo de familia, deporte, vida al aire libre y, sobre todo, de horas de playa
marta barroso
Mentiría si dijera que Sotogrande es mi infancia. Mentiría, también, si escribiera que aquí pasé los mejores veranos de esa etapa en la que se confunden adolescencia y juventud. Llegué aquí hace casi veinte años , adulta y reticente, en un verano en el ... que el mes de agosto se partió en dos por acuerdo marital. En la primera quincena dije adiós a un pasado cargado de familia, amigos, dunas, bicicletas, e incluso motocicletas, de un pequeño oasis llamado Artola a doce kilómetros de Marbella. Allí quedaron y quedarán para siempre los mejores veranos de mi infancia y de mi juventud. En la segunda quincena, en poco más de hora y media, dejaba Málaga para encontrarme en Cádiz y decir hola a un futuro veraniego entonces incierto y pronto maravilloso.
De la mano de mi marido —que añoraba volver al lugar donde él, sí, pasó sus mejores veranos junto a su padre y sus hermanas— y con dos niños pequeños, aterricé en Sotogrande. Tan distinto al de sus orígenes y tan distinto al de ahora. Pero con sus pilares inamovibles. Los mismos sobre los que se construyó ese sueño que surgió en 1962, en Manila, en la mente de un hombre, Joe McMicking , deseoso de construir una urbanización de élite a orillas del Mediterráneo.
Sana envidia
Tras un exhaustivo estudio, McMicking se decidió por la finca de Paniagua, en el estrecho de Gibraltar, y así comenzó la historia de este lugar privilegiado que arrancó con la construcción de un campo de golf diseñado por el mejor especialista del momento, Robert Trent Jones. Es único. Recorrer sus 18 hoyos, en compañía de sus inmensos alcornoques, debería ser visita obligada. Durante su recorrido, además del espectacular paisaje, puedes ver, o intuir, las mejores casas de esta urbanización cuyos propietarios, al menos la gran mayoría, lo que precisamente quieren, es que no se les vea. A mí me producen una cierta envidia. Las casas, por supuesto.
Pero Sotogrande ha crecido , y mucho, y este pequeño paraíso ya no es exclusivo de nadie. Sus grandes avenidas se han abierto a todo el mundo y en sus calles, marcadas por una vegetación increíble, los veraneantes de entonces se mezclan con los de ahora .
Sotogrande. Sinónimo de familia, de amigos, de deporte, de vida al aire libre. De vientos. De Poniente y de Levante. Que hay que ver lo que dan de sí. Ellos marcan el ritmo de esta vida. Sinónimo, también, de playa. Y si es por la tarde mejor. En la de Guadalquitón, con el mar en frente, Gibraltar —tan presente este agosto— a la derecha, la desembocadura del Guadiaro a la izquierda y la costa africana asomando al otro lado del estrecho . Un espectáculo único. Con una luz increíble. Esa, que al llegar el atardecer, dibuja el cielo con múltiples trazos de colores en los que se mezclan tantos tonos que no sabes si manda el rojo, el amarillo o alguna de las infinitas variantes del rosa. Cuando cae, la luz, cede el protagonismo a la dama de noche que, junto al jazmín, marcan la diferencia de estas noches de verano. Entonces aparece ella. Más nítida que nunca. Es la luna. La luna de Sotogrande.
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