La liebre y la tortuga se conocieron en el kilómetro cero
Cuando se emprende un verdadero viaje lo importante no es el destino, sino el tiempo que pasas en el camino
ALFONSO ARMADA
Por carreteras secundarias el tiempo se remansa como un río que no tiene prisa por morir. Por carreteras secundarias el espacio se dilata, no está el campo encajonado como en las autopistas y autovías por las que corremos todos como alma que lleva el diablo. ... La velocidad de los trenes, los aviones y los coches nos aísla de otro mundo que sigue su curso aunque no lo veamos, o precisamente porque no lo vemos, y acaso se extinga mientras vamos desbocados hacia la nada. Cuando se eligen carreteras secundarias lo importante no es el destino —llegar—, sino el mero viaje: vivir.
Este es el pacto. Con el impulso irresistible de una piedra lanzada como cuando éramos niños, para que rebote sobre la piel inmaculada de un lago que el paso del tiempo ha edulcorado como el primer amor. El pacto es con un lector desconocido, claro, que acaso quiera saber lo que no frecuentan los papeles, las vidas y los afanes de quienes trabajan sin estridencias, intentando hacerlo como se debe, sin más recompensa que el propio bien hacer. Hablar de un país que se extingue a fuerza de haberse vuelto invisible, silencioso, estoico, seguramente también imaginario. Porque a medida que atesoramos desengaños acerca de lo que pensábamos que iba a ser el contenido de la vida, también idealizamos esos otros ámbitos a los que acaso habría que volver a toda costa aunque ya no sea posible volver. Por carreteras secundarias transcurre un paisaje que nos hemos acostumbrado a ver desde la ventanilla, un país de lejanías que se desvanece a tanta velocidad como los ideales regeneracionistas, ilustrados, con los que siempre tropieza la historia de España, las convicciones con las que urdimos una vida mientras nos vamos dando cuenta de que al final seremos pobres: «En la juventud da la sensación de que las preocupaciones de uno son las mismas que las de todo el mundo. Más adelante queda claro que no es así. En la última etapa vuelven a coincidir. Al final todos somos pobres. Las frases del guión ya se han pronunciado. El escenario queda vacío y desnudo».
«Quemar los días»
Esas son palabras de James Salter, un novelista capaz de trabajar hasta la extenuación para que las palabras sean tan incandescentes como la experiencia. Como la vida. Un novelista que escribe como si condujera por carreteras secundarias y que, según el historiador Joseba Louzao, en «Quemar los días» lanza «algunas interesantes reflexiones sobre el continente en el intento de respuesta de las cuatro preguntas kantianas: ¿qué puedo saber?, ¿qué puedo hacer?, ¿qué puedo esperar?, ¿qué es el hombre?».
¿Qué harás este verano? Volver a leer a Salter. ¿Y qué más? ¿Te parece poco? He visto el resplandor simbólico de las hogueras en la Puerta del Sol y me he hecho muchas preguntas que todavía no tienen respuesta. He vuelto al kilómetro cero, a ver cómo las muchachas de uñas primorosamente pintadas se descalzan para sentir el calor de la piedra de Madrid, el punto donde arrancan todos los sueños metafóricos y todos los sueños literales. También las carreteras secundarias, los que no se sienten representados, los que no comulgan con esta forma implacable de progreso, con este mercado sin rostro que ejecuta nuestras vidas. ¿Qué más? Me iré de viaje para tratar de ver qué queda de España, de descifrar el canto de los pájaros. «¡Qué feliz soy ahora que me he ido!». Con esa tersura tradujo Justo Navarro el arranque de «Los pesares del joven Werther». Los capítulos que siguen no están escritos.
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