POR CARRETERAS SECUNDARIAS
El camino de las avutardas
Desembocamos en la comarca de La Lampreana , «incrustada como un triángulo casi perfecto en el corazón de la Tierra del Pan, a poco más de 30 kilómetros al norte de Zamora»
Cuando el sol empieza a rendirse, y nosotros con él, que el verano es un constante asirse y desasirse bajo los juegos olímpicos del astro rey, desembocamos en la comarca de La Lampreana , «incrustada como un triángulo casi perfecto en el corazón de ... la Tierra del Pan, a poco más de 30 kilómetros al norte de Zamora». La Lampreana «fue una tierra muy apetecible ya en la época romana tanto por las aguas salitrosas, que se encuentran en esta comarca, como por su buen terreno para la producción de cereales. El trigo es aún hoy la principal y casi única cosecha». Cuando habla de la tierra y los cielos que le vieron nacer, como cuando escribe sobre África, a Gerardo González Calvo se le nota. Se le ilumina el semblante adusto. Con la precisión del periodista (hizo sus 42 años de carrera en la revista «Mundo negro», 28 como redactor jefe) y la sensibilidad del poeta, este hijo de Pajares de la Lampreana (1943) acaba de dedicar un nuevo volumen a su pequeña patria: «Palabras y expresiones coloquiales de la comarca de la Lampreana» (editorial Comunicación Social). Amante de la etnografía (su colección de aperos y útiles es un pequeño museo que reparte entre Madrid y Pajares) y sobre todo de las palabras con las que se definían de forma impecable los objetos y las tareas, este libro es el segundo diccionario que da a la imprenta. Una joya de precisiones humildes que hubiera encandilado a Azorín.
Viene a buscarnos al Templo (uno de los tres bares de la localidad: bautizado no tanto en honor de la iglesia española por antonomasia como de la patrona del lugar, la Virgen del Templo, magnífica talla del siglo XII o XIII. Restaurada, como el retablo de la ermita, a raíz de un reportaje que el propio Gerardo publicó en el «ABC Dominical» en marzo de 1977 con el título de «El arte olvidado de los pueblos» ). Su casa, la más antigua de Pajares, es de 1780, aunque ha sido ampliada y restaurada siguiendo las pautas de la Lampreana y de buena parte de Castilla y León: con puerta de dos cuerpos, alcobas chicas, un sobrado, una cocina donde se hace la vida y, por supuesto, el corral. Tras dejar el equipaje en la calle Flor, 1, la casa de Gerardo y Segu (de Segunda), aprovechamos que el sol se ha saciado y las sombras se estiran como cipreses sin doblez para tomarle la medida al espacio y sobre todo a los caminos que salen de él.
El de Villalba arranca al amparo de la ermita de la Virgen y del cementerio. Como todo pueblo que se precie, a Pajares de la Lampreana no le son ajenas figuras de acusada personalidad que han dejado una impronta casi indeleble, por lo menos en la memoria de los… pajareses (Gerardo se empeñó en demostrar –y convencer al consistorio, filología en mano- de que ése y no otro era el verdadero gentilicio de los oriundos de Pajares). Entre los que han dejado además huella física en Pajares destaca un tal Cirilo, herrero y escultor, que firmaba todas sus obras con la palabra DIOS y en mayúsculas, para que no hubiera lugar a equívoco. Una de sus piezas más peculiares exige de la atención del visitante ocioso (o la asistencia de un guía que se lo haga notar), pues ocupa un rectángulo bajo el semicírculo que decora la puerta del cementerio. En él se ve, calada, una calavera y, junto a ella la palabra DIOS, y una fecha: 1981. Sobre la calavera, anota Gerardo, hay «un escrito forjado en chapa, a modo de pergamino, con una escatológica advertencia a los vivos que se acercan al camposanto», y que reza, nunca mejor dicho, así:
Entra mortal sin espanto/ en la región de difuntos/ do tienen que morar juntos/ pobre, rico, malo, santo./ No bañes el rostro en llanto. /Piensa solo en prepararte/ a morir, de que librarte/ no podrán tus regalías,/pues bienes y señorías/ no tardarán en dejarte
Este memento mori lleva una rara firma: las siglas R.Y.P.A. Con ellas rondando en la cabeza nos vamos a hacer como los lugareños: pasear los caminos al atardecer, costumbre hispana donde los haya. A lo largo de estas carreteras secundarias nos cruzamos constantemente -bien de mañana, bien cuando la hora violeta, entre dos luces- con numerosos nativos que han convertido el paseo hasta los lindes de su término en un hábito al que solo renuncian cuando la salud les quiebra. Entre campos de trigo y cebada, ya segados, o de garbanzos, donde el que viene a escardar ha de vérselas con las gatuñas, mala hierba que tiene uñas como de gato, y que no se deja arrancar sin resistencia, nos aventuramos . Con ocho años recuerda Gerardo que ya venía a veces a estos campos a ayudar a su abuelo: «Cuando pasaba por delante de la ermita me hacía rezar un Credo, y una Salve al volver». Sin rezar, nosotros volvemos cuando las sombras empieza a tejerse y la gazuza aprieta, no sin antes medir el campo: «Aquí, donde quiera que mires es una gorra: tierra y cielo». Si ancha es Castilla, aquí está la prueba.
«Aquí, donde quiera que mires es una gorra: tierra y cielo»
Tras la cena, la corrobla. Aunque la costumbre local es la reunirse los hombres, casi todas las tardes, y desde luego todas las del verano, en el corral a compartir viandas, vinos, dimes y diretes. Nos lleva Gerardo a la suya (y con la venia de los numerarios de que vendría con mujeres: estaban avisados). Allí departían entre embutidos, pan y tinto Isidoro (el Mozo), José (Josean), Francisco (Melinchón, el alma de la fiesta, y no solo porque la corrobla se celebrara en su corral, sino porque a este exlegionario no se le escapa una), Damián (Pichón: buen cocinero, se bien casó con una de Santovenia del Esla, pero allí no hay corroblas y siempre que puede se junta con los amigos de Pajares), Pedro Salvador (que tuvo más de un restaurante de cierto renombre en Madrid y casó con una flamenca), y José Mateos (el Chispas: electricista, por si duda cupiera). Eso sin contar con el maniquí, vestido de punta en blanco, que preside la sesión: «Antes hablaba, y en inglés», se burla burlando Melinchón . Se lo trajo en el asiento del copiloto, con el cinturón de seguridad puesto, como manda la autoridad, y cuando le vieron pasar alguno comentó que en realidad a quien traía era «al Curro, y muerto». Seco se podía haber quedado el propio Curro cuando hace unos días, a sus 92 inviernos, cometió la temeridad de salvar la tapia de su casas con una escalera. «Se descolgó», como él mismo se encargó de informar, y se rompió los dos pies. Cosas que pasan en los pueblos. Como la corrobla, que al parecer viene de cuando tras una compraventa se entregaba, a modo de rúbrica, una robla. Y para celebrarlo, qué mejor que una merienda.
Fue en corral del tío Gorgonis, una suerte de teatro, donde los abuelos paternos de Gerardo se conocieron. La obra la había escrito Augusto González , primo carnal de su padre, que además de componer obras para la escena también se carteaba con la poesía. Es de mañana cuando pasamos ante el corral del tío y volvemos al camino de Villalba. Junto a Manganeses y Pajares, forma el trío de la comarca lampreana. Según el recuento que González Calvo hace en sus «Palabras», la comarca no ha dejado de perder población desde los años sesenta . Mientras Manganeses pasó de 2.244 vecinos a los 650 actuales y Villalba cuenta con apenas 288 frente a los 717 de entonces, en Pajares la merma también ha sido considerable: de 1.185 a 480. Un éxodo imparable, aunque muchos vuelven a hacerse su casa en el pueblo donde nacieron, o a restaurar la de sus antepasados. Como buen castellano, Gerardo no parece propenso a la melancolía, y si lo fuera lo disimula con donosura. Pero le gusta darle a cada uno lo suyo, lo anota todo y todo lo recuerda, de ahí que su libro sea un valioso arcón de todo lo que fue y existió en Pajares, y que o bien despareció o está en trance de extinción. Anota todos los caminos (de Debajo de Manganeses, de Arquillinos, de la Barca de Misleo, de la Huelva Brojo…), los cerros (Lomo, del Vico, Bayoluengo), charcos (del Buey, del Moro, de la Torda), fuentes (La fuente Blas, La fuente rana), lagunas (de Abajo, Ciguillas, del Cuérrago, de las Chanas, Grima…), picos (de los Barros, de la Cora, Peso, Riego…), prados (Cartemil, El Castrellino, La Era, El Melgar…), regatos (La Primera Regata, La Regata Salamedia…), senderos (de los Caleros, Ladrón, de la Mata…), tesos (del Alcázar, de las Fanegas, del Muerto…) y tierras (Las Algadas, Barco de las Viñas, Los Barceos, El Barco de las Ánimas…). Ejercicios de primorosa memoria para la toponimia y los desvelos de tantos que al no estar ya no son.
Una encrucijada del camino de Villalba parece el escenario de Con la muerte en los talones. Nos cruzamos con un rebaño de vacas pastando los rastrojos de un trigal segado (son inquilinas nuevas, ya que lo común aquí era el ganado ovino) y con un ejército de hormigas en plena mudanza de una orilla a otra del camino: las obreras se llevan las huevas de un hormiguero descartado a uno de nueva planta , quizá con mejores vistas a la paja pendiente de alpacar. En medio de la llanura, las nubes tachonan un cielo que hubiera maravillado tanto a Goethe como a Azorín, aunque al pasar ante un barbecho de quien más se acuerda Gerardo es de Virgilio y sus Geórgicas, donde el poeta explica todo lo que el campesino debe saber sobre tierras, abonos, injertos y cosechas. Nuestro guía también echa su cuarto de espadas: «Al geómetra se le olvidó la curva». Doy fe.
Tiramos por una senda que se abre a la izquierda de la marcha y aunque es la que lleva a Manganeses la rebautizamos El camino de las avutardas . Sobre un barbecho, pero demasiado lejos, avistamos dos, mientras hacemos recuento de malas hierbas y las variantes con que se nombran entre Zamora, Ávila y Segovia, que de estas tres doñas de Castilla hay hijos de Dios aquí: jenijos, cenizos, zaramagos, ciniergos, uvas de perro cagantino, correvuela y correyuela… De todo hay a la vera de los sembrados y en medio d’ellos. Almirante de secano, Gerardo se saca un catalejo y explora el mar de Castilla en busca de las famosas y esquivas avutardas , ave en peligro de extinción de las que unos pocos miles siguen sobrevolando los campos de España y reservas como esta de la Tierra del Pan. De Villafáfila a Pajares se extiende la mayor de España: 3.000, según las últimas estadísticas. No nos cruzamos con un alma hasta que nos crucemos –a la vuelta- con una muchacha que viene a paso vivo desde Pajares y se pierde en dirección a Villalba. Solo nubes, pacas y, de tarde en tarde, una avutarda. Se las reconoce por su pausado remar. Les pesa la panza y mueven las alas con un pausado maniobrar, lento y armonioso. Pero desconfían a pesar de que ahora gozan de todos los miramientos, hasta el punto de que quien demora más de la cuenta en segar sus campos tiene una bonificación: porque a ellas les gusta empollar entre las espigas. No se ven cables ni tendidos que entorpezcan su vuelo, por eso están tan a gusto aquí. A falta de lampreas, extinguidas con las lagunas saladas, buenas son avutardas. El cielo es suyo. ¿No cabría renombrar la comarca de modo que se hiciera justicia a su nuevo emblema? «Estoy queriendo ver lo que no veo», dice el vigía mientras guarda con discreto fastidio la carestía de las aves que nos trajeron aquí.
Pero no será sino al atardecer de nuestra última jornada en Pajares de la Lampreana cuando la suerte nos salga al encuentro. Será a la vuelta de una apesadumbrada visita a Otero de Sariegos, un pueblo abandonado, donde la desolación campa. Sin agua ni luz ahora, la iglesia, del siglo XVI, de ladrillo, humilde, cerrada a cal y canto, es el único edificio que resiste la comezón del tiempo, aunque un contrafuerte ha comenzado a desprenderse de la nave central. El último vecino cerró la puerta a sus espaldas hace más de una década y se mudó a la residencia de Villarrín. Destila este Otero de Sariegos un aire de Comala , sobre todo la tarde tórrida en que coincidimos hasta cuatro vehículos a motor con su recua de curiosos hablando a gritos entre tejados y paredes vencidas. Como si en realidad fuéramos fantasmas de nosotros mismos.
En la última recta del camino, en un campo de cebada ya segado, avistamos un conciliábulo de avutardas recortándose contra el horizonte donde el crepúsculo empieza a decir que la función se acaba. Astutas, sin embargo, no se dejaron cazar por el ojo electrónico. Las saludamos a distancia, como si quisiéramos convencerlas de que con Gerardo y Segu a nuestro lado nada tenían que temer. Luego se venció por fin la noche y volvimos a compartir la cena en la cocina del número 1 de la calle Flor. Se puede decir que en Pajares fuimos todo lo felices que se puede ser en esta vida si lo que a ella le pedimos tiene que ver con la amistad, el nombre de las cosas, los objetos que utilizábamos cuando hacíamos cosas útiles con las manos.
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