
Desde primeras horas de la tarde, la Plaza de San Pedro fue llenándose poco a poco. Familias enteras, peregrinos solitarios, cámaras de televisión apostadas como testigos mudos, sacerdotes, monjas, turistas desconcertados, romanos indiferentes: todos compartían el mismo punto de fuga, una chimenea solitaria asomando ... sobre la Capilla Sixtina.
Había una tensión que no se decía, pero se sentía. No era expectativa de espectáculo; era algo más íntimo, más denso. El recuerdo aún reciente del Papa Francisco —su renuncia al protagonismo, su muerte sencilla, sin pompa— flotaba entre la gente, como una bruma leve. A las 16:30, los cardenales entraron en la Capilla y, desde ese momento, la plaza se volvió un enorme oído. Esperaban. Miraban. Rezaban en silencio.
Los relojes pasaron de las siete. El aire se volvía más frío. La luz comenzaba a caer y, con ella, la plaza se tornaba más solemne. Algunas luces de cámaras de móviles encendidas improvisaban un pequeño mar titilante entre las cabezas. El sonido de los teléfonos disminuía, el murmullo se apagaba. Todo convergía en la mirada quieta y paciente hacia esa delgada chimenea que había sido, por siglos, el símbolo de una decisión cerrada entre muros.
A las 21:00, el humo comenzó a salir. Fue un instante que detuvo el tiempo. No se escuchó un grito. No hubo confusión. Fue un segundo de absoluto silencio, como si todos contuvieran el aliento. Luego, el color habló: negro.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete