Marga Gual Soler, bióloga molecular: «Hay un desplazamiento histórico del poder político al tecnológico»
La experta en diplomacia científica avisa que la innovación va más rápido que la política y reclama anticipación para gobernarla antes de que las tecnológicas definan solas el futuro
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Iniciar sesiónMallorquina, bióloga molecular y una de las voces internacionales más influyentes en el puente entre ciencia y política, Marga Gual Soler ha hecho de la anticipación su campo de batalla. Desde Ginebra, donde trabaja en la Geneva Science and Diplomacy Anticipator (GESDA), impulsa ... un giro radical en la manera en que el mundo debe gobernar el futuro: dejar de reaccionar tarde y empezar a prepararse antes de que las tecnologías existan a escala masiva. Su discurso combina geopolítica, ética, diplomacia y ciencia, y se apoya en una convicción: la gobernanza tradicional ya no es suficiente. Aquí reflexiona sobre el poder tecnológico, el papel de las 'start-ups', los riesgos de la «ciencia a medida», la carrera cuántica y la urgencia de construir reglas globales para una época de aceleración sin precedentes.
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Usted afirma que la diplomacia científica siempre existió, pero que nunca fue explícita. ¿Cómo llega al concepto actual?
La diplomacia científica nace de una realidad histórica: civilizaciones y países siempre han intercambiado conocimiento, tecnología y soluciones para afrontar desafíos comunes, desde epidemias hasta problemas ambientales o de seguridad alimentaria. Pero esa interacción nunca se había conceptualizado como tal. En 2010, la Royal Society británica y la AAAS (Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia) decidieron darle un marco formal, definir sus pilares y explicar cómo la ciencia puede informar a la diplomacia y viceversa. Desde entonces hablamos de diplomacia científica como ese puente que conecta a quienes generan conocimiento –desde la biología sintética a la inteligencia artificial– con quienes negocian políticas públicas y acuerdos internacionales.
Suele citar el Tratado Antártico como un ejemplo paradigmático. ¿Por qué sigue siendo tan actual?
Porque es la demostración de que la gobernanza global puede funcionar incluso en el peor contexto geopolítico. En 1959, en plena Guerra Fría, doce países con reclamaciones territoriales en la Antártida decidieron que era más eficiente cooperar científicamente que competir. Declararon el continente un «bien global» dedicado exclusivamente a la ciencia y la paz. Se prohibieron las pruebas nucleares, los usos militares y cualquier actividad que no fuera científica. Ese modelo se convirtió en la inspiración de muchos otros marcos multilaterales. La idea central permanece vigente: cuando la ciencia es el marco común, la cooperación se vuelve posible incluso entre rivales.
La geoingeniería
«Plantea riesgos en países que no han intervenido, no reduce el CO2 y no se puede experimentar a escala: hay un solo experimento posible»
¿Estamos hoy mejor preparados para pensar científicamente?
En apariencia sí, porque nunca habíamos tenido tanto acceso a datos, evidencia y conocimiento. Pero en realidad, estamos peor preparados para actuar colectivamente. Vivimos una paradoja: sabemos que los grandes desafíos –clima, pandemias, IA, computación cuántica– no respetan fronteras, pero nuestras estructuras globales están cada vez más debilitadas. Instituciones como Naciones Unidas, que durante décadas sostuvieron la cooperación internacional, atraviesan un momento de cuestionamiento profundo. La pregunta es cómo dotarnos de mecanismos que permitan anticipar, no reaccionar cuando la crisis ya ha llegado.
¿La pandemia fue un aprendizaje? ¿O dejó más dudas que certezas?
La pandemia dejó claro que, sin evidencia científica, se gobierna a ciegas. Pero también reveló fallos enormes en la traducción entre ciencia y política. Muchos gobiernos crearon comisiones científicas 'ad hoc' en vez de utilizar las instituciones ya existentes. Esto contribuyó a la percepción de que podía producirse una 'ciencia a medida', adaptada al resultado político deseado. Y cuando la ciudadanía percibe eso, la confianza se erosiona. La solución pasa por crear mecanismos estables y permanentes de asesoramiento científico, capaces de operar en crisis pero también en tiempos de normalidad. España, por ejemplo, ha avanzado con la Oficina Nacional de Asesoramiento Científico (ONAC) y con la oficina de ciencia en el Congreso, siguiendo modelos consolidados de otros países como el Reino Unido.
Bill Gates ha criticado el alarmismo climático y defiende ahora una aproximación más pragmática. ¿Qué opina?
Gates plantea una realpolitik del clima que, en cierta forma, presenta como opuestos dos desafíos que en realidad están entrelazados. Habla de pobreza, enfermedades, desnutrición y desarrollo humano como si estuvieran en tensión con la acción climática. Pero, como dice la científica Katharine Hayhoe, el cambio climático es el agujero en todos los cubos: agrava todos los problemas que Gates quiere resolver. Lo que sí comparto es que el discurso catastrófico está agotado. Si la gente cree que no hay nada que hacer, se rinde. Necesitamos un relato que integre la urgencia climática con oportunidades tangibles en salud, energía, alimentación o innovación.
¿Existe un exceso de alarmismo en torno a fenómenos climáticos extremos?
Más que alarmismo, existe confusión. Cada vez vemos más efectos visibles –huracanes, inundaciones, eventos extremos– que demuestran que el cambio climático se ha acelerado. Pero a veces se mezclan datos rigurosos con narrativas fatalistas que llevan a la parálisis. Para eso sirve la anticipación: para identificar qué herramientas tecnológicas pueden ayudarnos realmente (por ejemplo, energías limpias, bioingeniería, sistemas de alerta) y cuáles generan más riesgos que soluciones.
¿Qué sucede con la geoingeniería solar? ¿Es un riesgo real?
Sí, y enorme. La modificación de la radiación solar –inyectar aerosoles en la atmósfera para reflejar parte de la luz solar– podría reducir temporalmente la temperatura global. Pero plantea riesgos formidables: dinámicas atmosféricas imprevisibles; consecuencias no deseadas en países que no han intervenido; imposibilidad de atribuir responsabilidades si algo sale mal y, sobre todo, que no reduce el CO2, solo enmascara el problema. Además, no se puede experimentar a pequeña escala: solo hay un 'experimento' posible, y sería global. Es uno de los campos donde la gobernanza anticipatoria es más urgente.
Usted sostiene que las decisiones en una 'start-up' pueden impactar más que una resolución en Naciones Unidas. ¿No es una exageración?
No lo es. Hoy una innovación en inteligencia artificial, neurotecnología o biotecnología puede alterar industrias enteras, modificar comportamientos sociales y generar dilemas éticos antes de que los gobiernos entiendan lo que está ocurriendo. Eso no significa que Naciones Unidas carezca de relevancia, pero sí que opera con tiempos incompatibles con la velocidad de la ciencia. Un tratado internacional puede tardar décadas. Una 'start-up' puede escalar globalmente en meses. Por eso la diplomacia debe adaptarse a este nuevo ecosistema, donde la frontera entre poder político y poder tecnológico se ha difuminado.
Entonces, ¿estamos viviendo un desplazamiento estructural del poder?
Sí. Las grandes decisiones sobre el futuro de la humanidad –la IA, la manipulación genética, el control de datos o la energía– se toman cada vez más en laboratorios y empresas privadas. Gobiernos y parlamentos han dejado de ser los únicos actores capaces de definir el rumbo del progreso. La ciencia no debe sustituir a la política, pero la política ya no puede gobernar sin comprender la ciencia. Por eso insistimos tanto en la Diplomacia Científica Anticipatoria: porque permite sentar en la misma mesa a científicos, diplomáticos, tecnológicas y sociedad civil para preparar marcos de cooperación antes de que la tecnología se desborde.
¿Cómo se hace diplomacia con Google, Amazon o una inteligencia artificial generativa?
Asumiendo que ya son actores geopolíticos. Dinamarca fue pionera nombrando un embajador tecnológico en Silicon Valley, pero hoy muchos países están replicando modelos parecidos: agregados científicos especializados, oficinas de innovación en embajadas, equipos diplomáticos capaces de entender cómo funcionan los datos, los algoritmos o la biotecnología. En GESDA hemos creado la Anticipatory Situation Room, donde reunimos durante 18 meses a embajadores, científicos, tecnológicas y agencias de la ONU. Lo que vemos es sorprendente: cuando los cuatro mundos se sientan juntos, aparece un lenguaje común y los intereses empiezan a converger. Las empresas comprenden que parte de su mandato tiene consecuencias diplomáticas, sociales y ambientales. Ya no basta con el 'lobby' tradicional: necesitan diplomacia tecnológica.
¿Es posible establecer reglas globales sobre IA cuando los intereses son tan desiguales?
No será sencillo, pero es indispensable. La tecnología ya está desplegada. No podemos volver atrás e imaginar cómo habría sido regularla antes. Pero sí podemos anticipar lo que viene: la IA autónoma, la computación cuántica, la neurotecnología capaz de leer o escribir actividad cerebral. Hoy ya existen señales prometedoras: la Unesco ha logrado el primer acuerdo mundial sobre ética de la IA; la UE ha aprobado el AI Act; regiones como África o América Latina están definiendo principios propios. El siguiente paso es conectar estos esfuerzos y construir un marco compartido de responsabilidad global.
¿Qué es GESDA y qué busca exactamente?
GESDA es una fundación suiza creada por el Gobierno suizo y la ciudad de Ginebra para tender puentes entre la ciencia y la diplomacia. Trabajamos con horizontes de 5, 10 y 25 años para anticipar qué tecnologías transformarán el mundo y preparar las respuestas éticas y políticas antes de que lleguen. Mi trabajo es ayudar a gobiernos y organizaciones internacionales a desarrollar esa capacidad anticipatoria. No se trata de adivinar el futuro, sino de preparar a los países para cualquier escenario posible.
¿Cuál es el avance científico que más le preocupa o más urge regular?
Todos hablamos de IA o computación cuántica, pero hay un campo menos visible que avanza muy rápido: la neurotecnología. Dispositivos internos o externos capaces de leer o escribir actividad cerebral plantean dilemas sobre privacidad mental, autonomía y libre albedrío. Chile ya ha incorporado los neuroderechos en su Constitución. Es un ejemplo de cómo regiones que no lideran tecnológicamente pueden liderar éticamente.
En este ejercicio constante de mirar el futuro, ¿qué le ha sorprendido últimamente?
El contraste entre el 'hype' y la realidad. Cuando hablas con los científicos que están desarrollando estas tecnologías, encuentras mucha más humildad y realismo que en algunas narrativas de marketing. La ciencia necesita tiempo y recursos. Pero el ejercicio anticipatorio tiene valor por sí mismo: forma a gobiernos, prepara a sociedades y crea puentes entre ciencia, política y tecnología, aunque no todas las predicciones se cumplan al 100%.
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