Ratzinger, el teólogo que le habló de tú a tú a la filosofía moderna
Benedicto XVI ha sido el teólogo, el papa, que recogió la herencia de «dialogantes con la modernidad»
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Iniciar sesiónEl 21 de abril de 2005, el intelectual laico Ernesto Galli della Logia publicó en la portada del 'Corriere della Sera' un artículo en el que glosaba la figura del entonces recién elegido Papa. Decía: «Al elegir Papa a Joseph Ratzinger, la Iglesia ... católica ha puesto de manifiesto, sobre todo, su vitalidad histórica y su muy probada sabiduría en cuanto corpus político, si bien de un tipo especialísimo. Situada, en efecto, frente a una difícil sucesión, su Asamblea suprema no se ha replegado en el compromiso ni en las decisiones a medias. Ha cortado con resolución el nudo, y ha demostrado así lo que significa una relación antigua y responsable con la dimensión del liderazgo».
¿Qué nudo cortó con resolución la Iglesia a la hora de elegir papa a Joseph Ratzinger? El de las relaciones con lo que en el mundo de la cultura y del pensamiento se ha entendido como modernidad. Unas relaciones que no han sido nunca pacíficas. La modernidad, heredera de la Ilustración, volcada en la razón y en el giro antropológico, interpelaba, desde sus orígenes, a la conciencia cristiana. Una interpelación de la modernidad que con insistencia pedía a la Iglesia que acreditara su originalidad en la historia y su capacidad de aportar algo significativo al progreso humano y al desarrollo de la dignidad de la persona. Esto llevó incluso a la teología a preguntarse, una vez que se desarrollaron los nuevos métodos en las ciencias humanas y sociales, por la esencia del cristianismo.
No fueron pocos los Papas, las órdenes religiosas, los pensadores cristianos, los teólogos, las universidades y los centros académicos de la Iglesia, que entendían que la modernidad y sus epígonos eran un enemigo que había que abatir porque deseaba deslegitimar al cristianismo desde sus raíces y sus razones. Por tanto, la pretensión de la modernidad, según quienes en la Iglesia mantenían actitudes a la defensiva, era dar por finiquitado el cristianismo y, por tanto, la Iglesia como institución. Hubo epígonos de esa modernidad, filósofos hoy adorados, que vista la dificultad de expulsar al cristianismo de la historia, decidieron reducirlo a una moral, a una ética. Otros aprendieron de él para construir una religión civil, laica, de progreso.
El modelo de confrontación no fue el único en la Iglesia. Hubo quienes consideraron que la modernidad no era un enemigo sino un reto, un proceso histórico inevitable con el que había que dialogar, al que había que ofrecer razones. Para esa conversación era inevitable dejar a un lado el lastre de una teología escolástica, de un modelo de Iglesia como sociedad perfecta, incluso había que abandonar las trincheras frente a la evolución de la historia. Era necesaria una forma de presentar la naturaleza de la fe y de la razón como métodos del conocimiento compatibles en la medida en que se dirigen hacia la verdad. De nuevo el cristianismo como propuesta de sentido.
Joseph Ratzinger-Benedicto XVI ha sido el teólogo, el papa, que recogió esa herencia de «dialogantes con la modernidad». Un papa que ha intentado, ahí esta su magna obra, hacer entender que el cristianismo no es una mitología, ni un producto del poder estructural de las élites que mueven la historia, ni una moral justificativa de los esclavos del tiempo, de los desheredados de la vida, ni un complejo ante los mecanismos de la psicología personal y colectiva profunda.
De ahí que Joseph Ratzinger pueda ser considerado como el san Agustín de nuestro tiempo. De ahí que el diálogo más importante del siglo XX haya sido el que mantuvo con Jürgen Habermas el 19 de enero de 2004, en la Academia Católica de Baviera en Munich, sobre la dialéctica de la Ilustración. Un diálogo en el que abordaron, entre otras cuestiones, lo que el entonces cardenal Ratzinger denominó las patologías de la fe y de la razón.
Por cierto que para entender la aportación de Ratzinger a las relaciones con la modernidad, además del citado coloquio, hay que añadir, ya como Papa, la alocución y discurso respectivamente del campo de concentración de Auschwitz-Birkenau (2006), el pronunciado en la Universidad de Ratisbona (2006); el dirigido a la Universidad Sapienza de Roma, no leído y sí publicado (2008) y el del encuentro con el mundo de la cultura en el «Colegio de los Bernardinos» en París (2008).
No olvidemos que desde muy joven, el teólogo Ratzinger asumió sin vacilación alguna el reto de conversar con el existencialismo y con el neo-marxismo, el de la Escuela de Frankfurt. Sobre todo por la aportación que estas dos filosofías hicieron al «Mayo del 68», la revolución eje para la historia reciente de la humanidad. Una revolución que hizo que Joseph Ratzinger escribiera cientos de páginas.
El filósofo italiano Sergio Givone escribió hace ya tiempo, refiriéndose a Benedicto XVI, que «la crítica al relativismo que Ratzinger ha realizado en algunos discursos previos a su elección como Papa es una crítica al nihilismo hoy imperante; no es una crítica en nombre de la revelación cristiana, sino en nombre de la razón. En este sentido, más que un ataque a la modernidad, me parece una defensa de sus presupuestos mejores. Evocando la banalización del mal que domina nuestra cultura, Ratzinger nos recuerda que estamos llamados a un no absoluto e incondicional al mal. No creo que Ratzinger pida a los no creyentes abrazar la fe; en su lugar plantea esta pregunta: ¿Qué sucedería si se excluye a Dios del horizonte humano?».
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