El retraso en la fumata negra dispara la tensión en el Vaticano
La primera salida de humo de la chimenea de la Capilla Sixtina llegó dos horas más tarde de lo previsto y generó mucha expectación
El cardenal decano abre el cónclave solicitando un Papa que supere las divisiones en la Iglesia
En la plaza de San Pedro, donde todas las miradas, aunque sean de soslayo, están puestas en la diminuta chimenea que se abre paso en el tejado de la Sixtina, las expectativas de una fumata blanca se miden como las posibilidades de lluvia. «È possibile, ma non accadrà» («Es posible pero no ocurrirá») nos dice Franca, una sexagenaria tan experta en cónclaves (es el sexto para ella) como en el impredecible tiempo romano. Pero hasta ella, que parece segura de cada una de sus palabras, comienza a ponerse nerviosa conforme el tiempo avanza y la fumata se retrasa, hasta tal punto, que lleva a la exasperación a los más de 30.000 fieles que se han congregado en la plaza de San Pedro.
Aunque nadie habló nunca de una hora concreta todas las especulaciones coinciden en torno a las 19:30. Así, quince minutos después, los nervios comenzaban a circular. «¿Será blanca?», se preguntaban unos jóvenes de la parroquia de Santa Chiara que venían por primera vez en su vida a presenciar este acontecimiento crucial para la iglesia romana y de todo el mundo. Podrían tener razón porque el proceso tras la elección de un pontífice, con el necesario ritual de la aceptación, retrasa un poco los tiempos.
Pero no, a los quince minutos de retraso se suman otros tantos. Y otros más. A las 20.30 la desesperación empieza a cundir en la plaza. El retraso merma la paciencia de los fieles. Algunos se arrancan por aplausos para tratar de aliviar la tensión. Otros, como los jóvenes de la parroquia de Santa Chiara, comienzan a desmontar la cena que tenían organizada para justo esa hora. «Si llega la pizza, id comiendo», le dice Marco, de 24 años, al interlocutor que le escucha desde el otro lado del teléfono.
A la teoría de la elección se suman otras para justificar la espera, que comienza ya a ser exasperante. «Algún error les habrá obligado a repetir la votación». Es también plausible. Ya ocurrió en el cónclave que eligió a Francisco. Tras el recuento, había una papeleta de más, sin nombre del candidato. Al parecer, un cardenal había introducido dos en la urna, sin darse cuenta de que una estaba pegada. Hubo que repetir, y por esa razón la elección de Francisco fue bastante tardía.
«¿Y si no han votado?», exclama otro, que recuerda que la 'Universi Dominici Gregis' no obliga a una elección en el primer día y deja esa posibilidad a elección de los cardenales. «¡Pero habrían avisado!», responde una chica que trata de entender el momento. Sin embargo, de haber ocurrido eso, la incomunicación a la que están sometidos y el secreto de las votaciones llevaría a que nunca facilitaran esa información. Si así hubiera sido la única opción para los fieles sería permanecer en la plaza hasta que el desánimo y el cansancio hicieran más razonable volver a casa y esperar a que mañana, con la luz del día, la comprensión del fenómeno pudiera ser más sencilla.
«Yo creo que han elegido a un cardenal que no estaba dentro del cónclave y no le encuentran para poder preguntarse si acepta», es la nueva teoría que los jóvenes de la parroquia
Pero el tiempo pasa y tampoco esa parece ser la razón. La noche cae sobre Roma. El sol, que se pone justo por detrás de la cúpula con la que Miguel Ángel desafió a la arquitectura renacentista y superó a la del Imperio Romano, genera un contraluz que hace difícil enfocar la mirada en la pequeña chimenea, que empieza a ser imperceptible a simple vista. Todas los ojos se dirigen a las pantallas, instaladas en la plaza para la ocasión, que ofrecen un primer plano en el que sólo la fugaz presencia de alguna gaviota rompe la estática de la imagen, que muestra apenas la chimenea y unas pocas tejas.
«Yo creo que han elegido a un cardenal que no estaba dentro del cónclave y no le encuentran para poder preguntarse si acepta», es la nueva teoría que los jóvenes de la parroquia, que comentan el desarrollo y los entresijos del cónclave con el mismo desparpajo que el postpartido de la última jornada de la Serie A. Todo es posible a estas alturas. Las agujas del reloj de la basílica se acercan ya a las nueve, y nadie sabe nada. Sólo espera y tensión.
«Volveré mañana»
Aunque quizás la razón más mundana, pero más certera, sea que la ceremonia ha ido acumulando retrasos, entre un colegio cardenalicio novato y un predicador pontificio conocido por sus largas meditaciones. No sería de extrañar que el cardenal Raniero Cantalamessa, al que se le había pedido una meditación de unos 15 minutos, se haya alargado hasta cerca de la hora. Su menuda figura, de pie y con prisas para llegar al ambón en el que iba a leer su discurso, se ha podido ver justo en momento en el que el ceremoniero se aprestaba a cerrar la puerta tras escuchar el ‘extra omnes’.
Franca, la sexagenaria que había pronosticado la fumata negra, sigue pensando que será así. Aún con esa certeza, ha decido pasar un rato de su recién estrenada jubilación en la plaza de San Pedro para comprobar que, como ya había pronosticado, la primera fumata del cónclave que elegirá al 267º ha sido negra. No extraña que se vuelva ufana hacia nosotros cuando, por fín, a las nueve de la noche, el humo, dubitativo en los primeros instantes, pero con un espeso tono negruzco después, nos certifica que no será hoy el día en que tendremos nuevo Papa.
Porque esta vez han sido el perclorato potásico, el antraceno y el luciferino azufre los que han contribuido a dar esa textura espesa y tono oscuro al humo que hemos visto en la plaza. «Es normal, la primera siempre es negra. Volveré mañana», afirma una religiosa española que está en Roma completando sus estudios en Teología, que justifica así el retraso de los cardenales, Y tiene razón. La historia recuerda que el último cónclave resuelto en la primera votación fue el del poco edificante Julio II. Estratega, maquinador y maquiavélico, Giuliano della Rovere dejó bien cerrados los votos en la elección en la que sucedió a quien había sido su enemigo durante años, Alejandro VI, Rodrigo de Borja, el último Papa español.
Otros no compartían la calma de la religiosa española. «Esperaba un milagro, que eligieran rápido y demostraran unidad y comunión», admite compungido Pino, un romano de 29 años, mientras guarda el móvil con el que ha inmortalizado el momento, a pesar de que para él tiene sabor oscuro, como la fumata.
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Todo especulaciones, ‘vanitas vanitatis’, búsqueda de una explicación mundana para un cónclave que tiene unas reglas humanas en las que el principal protagonista es el Espíritu Santo. Hoy, todo se olvidará y de nuevo las miradas se fijarán en esa diminuta chimenea en espera de que escupa el blanco anuncio de un nuevo Papa. Y como dice Franca: “È possibile, ma non accadrà”.
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