Diario de un educador de menas: «Las familias les presionan para que falseen su edad, trabajen y envíen dinero»

Pedro García coordina varios centros en Canarias en los que viven casi 1.000 menores no acompañados. Explica el día a día de un trabajo difícil en un sistema desbordado

La descoordinación entre los ministerios de Juventud e Infancia y Política Territorial paraliza el reparto de menores

Un grupo de jóvenes llegados recientemente a las islas, ocupados con actividades deportivas ABC

A las 8:30 de la mañana suenan los despertadores en los 34 centros de menores que coordina Pedro García en Tenerife y Las Palmas de Gran Canaria. García es psicólogo de formación y lleva 20 años al pie del cañón, coordinando los centros de ... la Asociación Coliseo que hoy, en su mayoría, acogen a menores no acompañados que llegan en patera o en cayuco a la isla con la intención de ponerse a trabajar cuanto antes, tengan la edad que tengan. Dan un techo a cerca de 1.000 menores, aunque este septiembre se espera que se eleve la cifra: «Es la época en la que el mar está tranquilo», introduce este profesional, que se dedica en exclusiva a la integración de cientos de jóvenes –algunos niños– desde el primer minuto en que pisan la costa canaria.

En los dispositivos de emergencia (que es el nombre para los centros de menas) resuelven toda la maraña burocrática, como el permiso de residencia, la tramitación de la llamada 'ficha mena' o la escolarización de aquellos que aún no han cumplido los 16 años. Pero el primer escollo está, precisamente, en determinar la edad de los chavales, que suelen falsearla. La manera de aproximarse, aunque siempre se redondea a la baja, es la realización de pruebas óseas o la propia experiencia de los educadores, que observando un gesto son capaces de completar los huecos donde la medicina no pueda llegar.

«Son las familias las que presionan a estos jóvenes para mentir sobre su edad y ponerse a trabajar cuanto antes para enviar dinero», explica este psicólogo, que encuentra un hueco en su maratón diaria para explicar a ABC los pormenores de un trabajo «cada vez más difícil, por el desbordamiento de los recursos» que no ha dejado de empeorar desde la avalancha de llegadas que viven las islas desde 2018. Cuando habla de las familias de los menas no se refiere únicamente a los padres, sino a los tíos, a los parientes lejanos, que hacen todos ellos un enorme esfuerzo económico, «se dejan verdaderas fortunas», para que los chicos lleguen a España y empiecen a enviarles dinero lo más rápido posible. «Cuesta hacerles ver a estos menores que en nuestra cultura no se puede empezar a trabajar a cualquier edad. Supone un 'shock' muy fuerte para ellos, que a veces amenazan con autolesionarse si no les dejamos cumplir con la misión que sus familias les impusieron al partir», relata.

«Los magrebíes son más conflictivos que los subsaharianos, vienen de hogares desestructurados y son más callejeros»

La Asociación Coliseo trabaja sobre todo con chicos subsaharianos, pero también con magrebíes, aunque son los menos. A pesar de no ser amigo de las generalizaciones o incluso no encontrarse del todo cómodo con el término mena, tan manoseado, García ha ido observando a lo largo de los años un patrón de comportamiento muy distinto entre subsaharianos y magrebíes «Los chicos de Marruecos suelen ser más individualistas, más callejeros, y su idea de familia es difusa, puesto que suelen venir de hogares desestructurados. Por contra, los subsaharianos tienen unos fuertes lazos familiares y sólo quieren empezar a ganar dinero. El marroquí es más propenso a interesarse por banalidades, por la ropa. Este último casi siempre fuma, cosa rara en un subsahariano».

De hecho, para evitar conflictos, los marroquíes suelen estar repartidos en distintos centros, porque «cuando se agrupan, a veces se envalentonan». La Asociación Coliseo separa por centros a las pocas chicas que pisan suelo español (no llegan a 40), así como a los adolescentes de los que se consideran más niños (9-10 años) que se derivan a centros más pequeños, donde se les puede atender mejor. «El problema es que no se da abasto, el sistema no puede asumir tantas llegadas, y esto dificulta enormemente la integración». En su opinión, un centro no debería superar los 30 jóvenes, pero ahora esta cifra es «una entelequia», y en los dispositivos de emergencia están acogiendo a 40, 50 o 60 chavales. Incluso tuvieron que buscar una nave industrial para albergar a 112 menores no acompañados.

«Los centros se llenan incluso antes de que hayan abierto. En las habitaciones con tres literas, ahora hay cinco. Empezamos buscando antiguas casas señoriales, con muchas habitaciones y comedores amplios. Luego nos pasamos a bloques de edificios, y hoy a naves industriales», ilustra García. La búsqueda de espacios es un problema, pero también la de personal cualificado que «empiezan a ver que el trabajo no siempre es grato» y aspiran a sacar una plaza por oposición y llevar una vida laboral más tranquila.

Falta de personal

No es tan fácil encontrar perfiles que estén dispuestos a enseñar las normas del juego a chicos que llegan como «verdaderos desconocidos». «Tratamos de que estén ocupados desde que se levantan y hagan deporte. Que hagan las camas, que pongan y recojan las mesas, que se respeten y respeten al diferente y también que conozcan sus derechos». También les dan clases de alfabetización antes de que se enfrenten a la escuela, donde a pesar del esfuerzo de gente como Pedro García, suelen estar abocados al fracaso. «Se están creando módulos de FP especiales para estos chicos que llegan, para que puedan aprender un oficio». Pero antes, cuenta, hay que intentar conocerles, saber si han abusado de ellos, si tienen algún tipo de enfermedad, «en definitiva, entender quiénes son». Incluso, dice, hay algunos que se abren y reconocen su homosexualidad, algo impensable en su tierra. Las recientes noticias de agresiones a educadores de menas no ayudan a la profesión, pero las veces que sale bien, «es lo más gratificante del mundo».

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