DANA: el fango infinito
Treinta días después de la riada, cuanto más avanza la limpieza, más incierto resulta el futuro para los que ya tenían el agua al cuello antes de que llegara el agua
Valencia sigue en emergencia un mes después de la riada
Paiporta (Valencia)
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Iniciar sesiónCuando uno puso un pie allí horas después de la riada, Paiporta era un tanatorio a cielo abierto. Entonces, el horizonte era poder entregar comida, rescatar a los atrapados, levantar los cadáveres y buscar a los desaparecidos. Creíamos que la tarea llevaría unas ... horas y tardó días. Al día siguiente, parecía que se arreglarían las cosas al retirar las montañas de coches, despejar las calles y restablecer un mínimo orden social. Se tardarían semanas.
El jueves siguiente, el desafío era sacar de las casas la papilla que formaban las pertenecías de sus moradores, tapiar las puertas de los vivos y de los muertos. Costaría un mes. Después, uno caía en la cuenta de que en los edificios no había ascensor, ni portal, ni funcionaban la bomba de agua o los contadores y que no había nadie para arreglarlos. En recomponerlos se emplearán meses.
Ahora, cuando ha transcurrido un mes desde la riada, se aparecen las vidas rotas de las gentes de abajo, sus maltrechas economías, el hambre y la miseria descarnadas, la falta matemática de esperanza. Pasarán años antes de recobrarla, si es que se consigue que salgan a flote los que antes de que llegara el barro ya tenían el agua al cuello. Viéndolos parece que, cuanto más se arregla, más lejano parece el final, más imposible, más irreal, y los sueños se disuelven en un fango infinito que reduce el futuro a algo improbable: «No tenemos para vivir. No tenemos para pagar el piso. No sé qué va a ser de mi familia. No puedo más».
Se llama Marga, tiene 80 años y vive en Paiporta en un piso alto alquilado frente al Casino y al barranco que hace un mes segó 50 vidas solamente en esa localidad. En los vídeos que ella misma grabó aquella noche, Marga llora en las alturas del tsunami y balbucea que ha perdido su coche. A punto estuvo de perder a Paco, su pareja de 68 años, que vigilaba un garaje. Él salió a las siete y veinte del local después de intentar protegerlo de la entrada del agua. «Me empujó un coche que llevaba la corriente, me agarré a él, me pasó por encima y fui 250 metros calle abajo luchando contra el agua hasta que me dije: 'Paco, esto se ha acabado'». Entonces, hizo pie de puntillas en un remanso y lo salvaron dos jóvenes que a primera vista lo confundieron con un muñeco.
Aunque ahora lo parezca, la Huerta Sur no era Haití. Estamos en uno de los polos industriales de una de las regiones más ricas de España. Aquí hay tres polígonos. Entre los que allí viven hay de todo excepto grandes fortunas. La renta media bruta es de 25.000 euros, en la media de la tabla de los municipios españoles, pero tampoco se vive como en Silicon Valley. En su web, una inmobiliaria recomienda Paiporta como «el mejor sitio para vivir si no tienes estudios» y justifica el 'claim' en que las tasas de empleabilidad son -eran- muy altas en hostelería, transporte y construcción.
De todos esos trabajos, Paco no había encontrado ni uno estable y vigilaba aquel garaje por horas «sin contrato» por entre 400 y 500 euros de sueldo en B, dependiendo de los meses. Ahora no hay negocio y espera que alguien le ofrezca un trabajo «de lo que sea. Ojalá lo lea alguien y me llame». Después de un año en paro, su hijastro, Alberto, acababa de empezar a trabajar en Hiperber, un local de una cadena de supermercados de Elche ahora devastado. «La empresa le dice que entrará en el ERTE y que reabrirán la tienda, pero no sabemos cuándo», admite Marga. De las ayudas de la Generalitat y el Estado que no han llegado aún, les corresponderá algo por un coche de segunda mano que le costó 2.500 euros y que sigue pagando.
«Ya no me levanto»
Las cosas empezaron a torcerse para Marga hace muchos años cuando su marido, que era farmacéutico, sufrió el primer infarto con 32 años. El último se lo llevó con 43. Ella sacó adelante a cinco hijos y a tres nietos. Cuando estaba en edad, limpiaba hasta tres casas. Hoy son cinco en la vivienda, entre ellos una hija de 47 años que sufre de esquizofrenia. A día de hoy, solamente Marga recibe 640 euros de pensión de viudedad, el único sueldo que entra en el hogar. El alquiler del piso ya les cuesta 650 y este mes tiene que pagar la mitad del IBI de la casa, 255 euros. «El agua se ha llevado lo poco que teníamos. No sé qué va a ser de nosotros. Siempre he resurgido de mis cenizas como el Ave Fénix, pero siento que de esta ya no me levanto».
En la pared del piso, lleno de cosas en el peculiar desorden que produce la necesidad, cuelga un cuadro en el que aparece Marga vestida de fallera, radiante y contenta: «Mira, hijo: esa soy yo, o más bien lo era. Esa mujer ya no existe».
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