Conventos en busca de caridad: «Nos sentimos necesitadas»
España tiene 735 monasterios, un tercio de la vida contemplativa mundial. Pero la subida de la luz y las materias primas hacen que algunas comunidades no lleguen a fin de mes. Varias organizaciones laicas les están ayudando a preservar su patrimonio
Un SOS por la vida contemplativa
Madrid
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Iniciar sesiónDesde 1648, cuenta con orgullo sor Teresa Margarita, en el convento de las Carmelitas Descalzas de Maluenda (Zaragoza) «nunca ha faltado una monja rezando, ni durante la guerra». Las catorce hermanas que forman esta comunidad viven felices dentro de los recios muros del monasterio, ... cumpliendo su misión: 'ora et labora', reza y trabaja. Aunque en los últimos meses, confiesa, la segunda de sus tareas les quita el sueño. La subida del precio de la luz y las materias primas con las que elaboran sus dulces (leche, azúcar y almendras), la bajada de las ventas que arrastran desde la pandemia, el pago de la Seguridad Social de las trece hermanas jóvenes... Todo ello hace que ni con una vida tan austera como la suya logren llegar a fin de mes. Para colmo, han tenido que realizar reformas para ampliar el obrador, que abrieron en 2017 «por necesidad», y restaurar una parte dañada del convento que supera los 100.000 euros.
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«La madre Concepción ahora está un poco malita, pero sabía de todo, y hace unos años compró una máquina de hacer formas y una bordadora pequeña. Como nos sentimos necesitadas hacemos todo lo que nos piden: paños para la Virgen, zurcir, lavar...», cuenta sor Teresa Margarita, agradecida con el apoyo de sus vecinos, que siempre que pueden llevan sus pastas a las ferias locales; aunque ellas piden para que alguna panadería las lleve también fuera de Zaragoza. Dispuestas a trabajar «en lo que Dios traiga», hace poco empezaron además a coser alpargatas dos días en semana.
Porque ellas no pueden apretarse más el cinturón. Hace un par de inviernos decidieron que no podían permitirse calentar todo el convento, así que compraron una estufa de pellets para el refectorio, donde pasa la mayor parte de la jornada la madre Concepción, ya nonagenaria. Sólo ponen la calefacción en la iglesia, porque los feligreses son cada vez de más edad. En su dieta, basada en verduras y legumbres, tampoco hay lujos; se conforman con sardinas y tilapia.
La situación de necesidad del convento de Maluenda no es, por desgracia, algo excepcional en un país con 735 monasterios –un tercio de la vida contemplativa mundial– donde conviven 8.436 monjas y monjes de clausura. Su economía es muy sencilla, prácticamente se autoabastecen, explica el padre Juan Carlos Ortega, director de Instituto Pontificio Claune, que ofrece a estos religiosos formación espiritual y ayuda en sus necesidades más mundanas, desde un ascensor hasta una silla de ruedas.
El problema, relata el sacerdote, es que uno de sus medios principales de subsistencia eran los dulces y la costura, pero con la pandemia cayeron las ventas y sus ingresos. Algunos monasterios no se han recuperado de esta crisis y, como su nivel de vida es austero, han sobrevivido recurriendo a sus ahorros. Sus gastos fijos apenas incluyen las cuotas a la Seguridad Social de los hermanos jóvenes –que no siempre se compensan con la pensión de jubilación de los mayores– y los suministros. Sin embargo, en esta economía precaria cualquier gasto extra de mantenimiento de sus inmensos edificios les lleva a pasar por «momentos de dificultad». «Antes, además, se mantenían con ayuda de benefactores externos, pero el espíritu religioso ha decaído y la vida contemplativa no es tan conocida como antes», añade el padre Ortega.
Visitas solidarias
La Iglesia, según recoge la última memoria anual de actividades publicada por la Conferencia Episcopal, destinó en 2020 un 0,1 por ciento de su presupuesto al fondo de proyectos para monasterios. En total, 202.773 euros. «Estos son autónomos y, en realidad, lo que se desea y debe suceder es que se sustenten por sí mismos», argumenta el director del Instituto Claune.
Por eso, las distintas congregaciones, además de ayudarse entre ellas, buscan soluciones más o menos creativas para salir del bache. Las hermanas Jerónimas del convento de San Pablo en Toledo, que necesitan más de 100.000 euros para arreglar un techo del monasterio dañado por Filomena, han abierto su chocolatería a una serie de conciertos solidarios que se celebrarán estos dos fines de semana de mayo.
No es la primera vez que estas monjas de clausura descubren parte de su hogar. Tras la pandemia, un grupo de guías turísticos liderados por Filipe Ribeiro impulsaron una serie de visitas solidarias a los conventos de la ciudad para ayudar a congregaciones que apenas tenían para comer. Ellos ofrecían su trabajo de forma altruista y el donativo de cada visita lo recibían las hermanas. «De paso, los visitantes podían comprar los productos de los conventos. Era una forma de que ellas volviesen a ganar dinero con su trabajo», explica Ribeiro. Aunque en un principio empezaron estas visitas con grupos de conocidos, tuvieron tanto éxito que en un fin de semana llegaron a reunir, por turnos, hasta 1.200 visitantes. Nueve de las diez comunidades de la ciudad participaron en la iniciativa. «La necesidad está obligando a las hermanas a modificar su clausura para poder vivir. Nuestras visitas siempre se han hecho desde el máximo respeto. El objetivo era mostrar el patrimonio, pero hemos conseguido también que la gente descubra cómo es la vida contemplativa», confiesa este guía, que se ha convertido, sin ser creyente, en uno de los grandes benefactores de las monjas de la ciudad. Cuando necesitan un recado, o resolver algún problema, recurren a Ribeiro, aunque también se acuerdan de él cuando preparan buenos guisos. «Son hermanas de verdad», admite.
Situación desigual
Ribeiro es uno de los voluntarios que colabora con Declausura, organización laica que también echa una mano a monjas y frailes con sus problemas más urgentes, desde la gestión de las facturas para abaratar los gastos hasta la petición de ayudas y subvenciones cuando la situación es más crítica. Por el momento han respondido la llamada de auxilio de unas 190 comunidades. «La verdad es que ellas son un colectivo olvidado», apunta Cecilia Cozar, responsable de asesoramiento a las comunidades monásticas. En muchas ocasiones, acostumbradas a ser ellas las que ofrecen lo que tienen a los demás, ni siquiera se atreven a confesar sus penurias. Tampoco las ayudas a los más vulnerables están pensadas para ellas. «Sólo buscan auxilio cuando realmente están con el agua al cuello», apunta Cozar. «Y nosotros creemos que su modo de vida es también un patrimonio inmaterial que se está perdiendo y hay que preservar».
Con todo, reivindican desde Declausura, no todas las comunidades pasan estrecheces económicas. Algunas se han adaptado contra reloj a la inflación, como la mayoría de los hogares. En el monasterio cisterciense de Santa María la Real de Villamayor de los Montes (Burgos), donde viven de la producción de dulces y una pequeña hospedería, decidieron este año poner paneles solares en lo que antaño fue una gran huerta. «Supone un recorte considerable en la factura de la luz, y eso que todavía no tenemos baterías para almacenar la energía... Pero, bueno, todo se va haciendo poco a poco, cuando podemos», cuenta sor Camen, madre superiora de una comunidad de catorce hermanas. Así, relata, los hornos del obrador, que sí resurgió tras la pandemia, pueden seguir funcionando a pleno rendimiento, gracias a Dios.
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