A la caza de destinos en peligro de extinción: «El Ártico ha creado adicción»

Despega el polémico 'turismo de última oportunidad': el afán de llegar a lugares antes de que se degraden o masifiquen

La tendencia acelera la destrucción de los enclaves, dicen los críticos. «Es gente sin conciencia ambiental»

Un año a la deriva en el Ártico

La Antártida ha superado en 2023 los 100.000 visitantes por primera vez en una temporada

Frente al Cuerno de África hay una isla con paisajes imposibles a la que temían llegar los navegantes; la isla en la que se basan algunas de las historias de Simbad el marino. Hoy Socotra es un paraíso de biodiversidad, con aves y reptiles ... irrepetibles, plantas de formas imposibles y el único bosque de dragos conocido sobre la tierra. «La isla es muy rara, no se compara con nada», asegura José Miguel Redondo, creador del blog 'el rincón de Sele'. «Es extraterrestre». No es fácil llegar. En el enclave del océano Índico, perteneciente a Yemen, no hay hoteles, solo aterriza un avión a la semana y para pernoctar hay que acampar con un guía local. Pero estas condiciones -idílicas para algunos- pueden variar. «Hay viajeros que quieren ir antes de que las cosas cambien. Pasa con muchos destinos, sobre todo los de naturaleza», reconoce Sele.

El mundo anglosajón, muy dado a bautizar fenómenos, lo ha llamado 'turismo de última oportunidad'. «Es una nueva motivación de la demanda turística que busca acceder a lugares en riesgo de desaparecer la oferta», explica Raquel Huete, socióloga del turismo y profesora de la Universidad de Alicante (UA). Son lugares como los glaciares de montaña o la Gran Barrera de Coral, que ya están en fuerte retroceso por el calentamiento global; también puntos de la Antártida y el Ártico, que hasta hace poco estaban restringidos a unos pocos aventureros y que ahora corren el riesgo de degradarse. En otros enclaves, como Socotra, el peligro radica en que una mayor apertura al turismo suponga la pérdida de su autenticidad, de sus valores. En todos estos destinos, el atractivo es verlos antes de que pierdan sus características. Es ahora o nunca igual. De momento estos viajeros son minoritarios y buscan exclusividad, pero el crecimiento es exponencial: solo en la Antártida han pasado de 2.000 visitantes en los años 80 a más de 100.000 esta última temporada. «Cuando lo has visto todo y todo está trillado, buscas la distinción», explica Huete. Ellos quieren demostrar que llegan donde otros no pueden.

Sele en Socotra

Sele reconoce que se ha vuelto muy común oír eso de «queremos ir antes de que se masifique», sobre todo con destinos que se están abriendo al público. El cambio climático es una motivación latente o secundaria, aunque los viajes polares han despegado. «Hay más interés. El Ártico ha creado adicción en mucha gente», explica. Ofrece lugares todavía muy puros, «donde la civilización es la isla y no al revés».

Pero encontrar ese ambiente prístino, incluso en los puntos más remotos del planeta, es cada vez más complicado. El explorador polar José Naranjo, hoy director de Mundo Ártico, pone como ejemplo una expedición de 2016 en la que estuvo días esquiando en busca del Polo Norte junto con un grupo de ocho personas. Cuando por fin lo consiguieron, apareció un helicóptero que desembarcó a unos 20 o 30 turistas asiáticos. «Estuvieron 15 minutos, hicieron la foto y se fueron», rememora.

«Mi primera vez en Svalbard fuimos con fotocopias en blanco y negro y no había turismo. Hoy hay ciertas zonas del Ártico que se han abierto a cualquier viajero»

José Naranjo

Explorador polar

La primera vez que Naranjo fue a Svalbard, en el océano Glacial Ártico, fue en 1989. «Fuimos con fotocopias en blanco y negro y no había turismo. Svalbard solo se dedicaba a la minería». Allí iban científicos y exploradores, volaba un avión a la semana y ni siquiera había una terminal, solo era la pista y la torre de control. Hoy hay hoteles de todos los rangos y llegan cruceros de 4.000 personas para hacer paradas de un día. «Hay ciertas zonas del Ártico que se han abierto a cualquier viajero», dice. En su opinión, hablar del cambio climático ha ayudado a que mucha gente se dé cuenta de que las zonas polares no son solo «blanco y hielo», a lo que se suma una creciente cultura viajera. «Al final quedan los sitios más remotos. Y eso es la Ántártida y el Ártico. Es lo que ha pasado».

Cuevas de hielo

Para la guía noruega Rikke Steinbakk no hay duda. Está habiendo cambios tanto en el comportamiento del hielo como en el de los turistas. Radicada en Longyearbyen, la población principal de la isla de Svalbard, asegura que los viajeros «definitivamente están dando prioridad a este tipo de viaje polar por los cambios que se están produciendo». Con la empresa Svalbard Wildlife Expeditions los conduce por cuevas de hielo, acampan frente a los glaciares y buscan osos polares.

Un guía en una gruta de hielo de Svalbard Wildlife Expeditions

«Los glaciares de Svalbard se están derritiendo rápidamente y nos enfrentamos a más desafíos para llegar a la cueva de hielo», explica por correo electrónico. En las últimas temporadas, las expediciones han tenido que caminar durante más kilómetros a lo largo de la morrena para llegar a los glaciares. Los ríos que hay que cruzar son más grandes porque hay un mayor deshielo, lo que también crea un ambiente más inestable en las cuevas. «Todos estos elementos hacen que guiar sea más desafiante desde una perspectiva de seguridad», asegura Steinbakk.

Esta tendencia viajera, sin embargo, no está exenta de polémica: acelera el proceso de degradación y masificación. «Si estás concienciado, no vas a ir a sitios que tu propia visita acelere su destrucción», dice Huete. Es gente «sin conciencia del daño medioambiental» que causan las visitas no reguladas y masivas. Según Climate Central, cada vuelo transatlántico de ida y vuelta provoca la pérdida de tres metros cuadrados de hielo marino en el Ártico.

Acelerar la destrucción

Un estudio publicado en 'Plos' calculó que, solo entre 2006 y 2016, la huella del turismo de verano en el Ártico se cuadruplicó y el turismo de invierno aumentó en más de un 600%. «Este auge continuará (...). Las sociedades árticas se enfrentan a decisiones complejas sobre si este crecimiento en curso es social y ambientalmente sostenible», decían los autores.

En general, las investigaciones sobre el turismo de última oportunidad suelen mostrar una inconsistencia entre los valores medioambientales de los viajeros y su comportamiento. Por ejemplo, otro estudio de 2020 concluía que, a pesar de saber el peligro ambiental al que se enfrenta el lago Salda (Turquía), era probable que los visitantes compartieran sus experiencias de viaje con otras personas, lo que desencadena una mayor demanda turística y perpetúa el daño al lugar.

«Ver los cambios drásticos crea un ejemplo tangible que permite a los guías concienciar a los visitantes para influir en sus hábitos al regresar a casa»

Rikke Steinbakk

Guía de grutas de hielo

Aun así, ver el declive del planeta ayuda a cierta concienciación. «Ver los cambios drásticos también crea un ejemplo tangible que permite a los guías concienciar a los visitantes para, en última instancia, influir en sus hábitos después de regresar a casa», asegura Steinbakk, la guía de grutas de hielo.

Desde la perspectiva del viajero, también Sele reconoce el impacto de ver los cambios en los glaciares. «En Alaska van poniendo marcas: hasta aquí llegaba en los años 80, hasta aquí en los 90, hasta aquí en los 2000... y ves que muchos glaciares han retrocedido cientos de metros», cuenta. Además, defiende, el avance del turismo ha ayudado a la conservación de algunas especies emblemáticas, al perseguir la caza furtiva. «Detectamos que en ciertas zonas más vale un animal vivo que muerto», explica, como ocurre con tigres o gorilas de montaña. «Cuando va el turismo y está regulado, come todo el pueblo. Involucras a alojamientos, conductores para safaris… He llegado a tener conductores que habían sido cazadores, y que por eso saben dónde están los tigres».

Monte Perdido, el caso español

Desde la Confederación Española de Agencias de Viajes (CEAV), en cambio, consideran que los españoles no piden destinos con esta motivación, y que no hay «tantos lugares susceptibles de desaparición a corto o medio plazo».

El glaciar de Monte Perdido, uno de los más grandes del Pirineo, situado a unos 3.000 metros de altura en el Parque Nacional de Ordesa, sí que encajaría en esta definición. Estudios científicos y organizaciones como la Unesco consideran muy probable que la masa de hielo no exista en 2050. La pérdida de hielo es constante y, desde 2023, se encuentra partido en dos.

«Hace dos años llegué a ver una cascada saliendo del glaciar», asegura Alberto, guarda del refugio de Pineta, a 1.200 metros de altura y en camino a la entrada. Los cambios en las condiciones climáticas de la montaña han dado lugar a un nuevo tipo de visitante, con un perfil menos montañero y menos preparado. «Se ha puesto más de moda», se resigna. Muchos de los que ascienden hasta allí deciden seguir hasta el glaciar para verlo «antes de que desaparezca». «Es un poco la excusa, porque desde aquí ya queda poco y muchos pretenden seguir subiendo», dice Alberto.

Joan María, tras 21 años en el cercano refugio de Góriz, asegura que los inviernos ya no son los de antaño. «Antes tardabas 9-10 horas en llegar, nevaba mucho, había aislamiento…», rememora. «Ahora los inviernos son mucho más suaves y cálidos, menos agresivos. Nos podemos encontrar como este invierno, que había quien subía en zapatillas y manga corta a finales de enero a 1.200 metros», ilustra. Es consciente de que el glaciar de Monte Perdido, en menos de 15 años, formará parte del pasado. «Aquí hay grutas heladas y todo esto está desapareciendo. Ya no quedan neveros. Es muy triste. No es que nos lo contaran nuestros abuelos, es que lo he vivido en primera persona y es muy impactante». A pesar de todo, dice, son escasos los visitantes concienciados.

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