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Bicicleta, cuchara, manzana

En la película la memoria se oscurece al tiempo que el personaje se colorea

OTI RODRÍGUEZ MARCHANTE

Desde que se proyectó «Bicicleta, cuchara, manzana» en el pasado Festival de San Sebastián podía sospecharse, por la facilidad con la que recogía las lágrimas de la sala como si fuera el sacristán de una Iglesia y su cepillo, que la película era un fogonazo a la enfermedad de Alzheimer pero también una bujía, una vela, a la figura de Pasqual Maragall. El director, Carles Bosch, utiliza un formato sencillo y de doble cara: mostrar de un modo didáctico y rotundo el proceso de esta enfermedad que viene a llevárselo todo, no sólo el futuro sino también el pasado del enfermo, y mostrar a la misma vez la personalidad fascinante y compleja de Pasqual Maragall, al que le diagnosticaron alzhéimer hace casi cuatro años y desde el primer momento se arrojó sobre la enfermedad como Errol Flynn y puso en marcha una Fundación que trabaja desde entonces para encontrarle solución y antídoto al veneno de la neblina.

«Bicicleta, cuchara, manzana» son tres palabras cualquiera que el enfermo de alzhéimer no podrá repetirle al doctor al instante de nombrarlas, pero, curiosamente, un alegre Pasqual Maragall conduce a la cámara hasta su apartamento de estudiante en Nueva York, del que recuerda los más diminutos detalles de aquellos tiempos lejanos, como para dar idea del mundo complejo de luces y sombras en el que se debate esa enfermedad. Y es así el sentido de este magnífico documental, tan didáctico como íntimo, tan promocional como emocional, que demuestra cómo la memoria se oscurece, se sombrea, al tiempo que la imagen del personaje se colorea, se llena de luz y de sentido del humor, el de un hombre que se va haciendo fotos en los espejos para no olvidarse de sí mismo.

Y también sabe esta película ser a la vez un dibujo de un solo hombre y una crónica familiar (la presencia de la familia de Maragall, y en especial de su mujer, Diana Garrigosa, le procuran al documento algo de poesía, de dulzura, pero también de insoportable rugosidad y espina); y aunque parezca raro o forzado, logra mantener en el aire tanta preocupación como sentido burlón, y tanto drama como encanto gracias a que abre de par en par la ventana a lo terrible del alzhéimer, pero también a este hombre bailón, cínico, cercano y con una eterna cara de juerga.

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