Vivir entre médicos y pastillas: el drama diario de las víctimas de la colza
Los afectados por el síndrome del aceite tóxico denuncian el abandono institucional al que son sometidos
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Iniciar sesiónEn 1981, a sus 16 años, Carlos Serrano podía saltar el tejado del colegio de al lado de su casa para colarse en el patio y jugar a baloncesto con sus amigos. Ahora, con 56, no puede subir un solo escalón o moverse más ... de los ocho metros de autonomía -«del salón a la cocina»- que le da el cable de su máquina de oxígeno. Es uno de los afectados por la enfermedad de la colza y desde aquel fatídico día en el que saltar ese tejado para volver a casa ya le costó y difícilmente pudo subir los cuatro pisos que le separaban de la puerta de su hogar, no recuerda un solo día de su vida sin dolor . «Cansancio, calambres... no hay un solo día que no tenga nada. Y por las noches aún peor. No hay noche que pueda dormirla entera, siempre me despierto con dolor», lamenta.
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Carlos es una de las 13.000 personas que siguen luchando en España contra las consecuencias del síndrome tóxico, según los cálculos del Instituto de Salud Carlos III. Sin embargo, la plataforma de afectados Síndrome Tóxico - Seguimos Viviendo cree que son unos 17.000 los afectados que siguen vivos a día de hoy de los 20.000 que sufrieron la intoxicación masiva hace 40 años. Pese a este elevado número de víctimas, solo hay una unidad médica en toda España para atenderlos. Está en el Hospital 12 de Octubre de Madrid.
Con los años, a peor
El paso de los años han caído como una losa sobre Carlos que ve cómo su enfermedad va a peor. «Los primeros 20 años fueron estables y los siguientes 20 han sido fatales. Cada vez va a peor más rápido», explica. Es padre de tres hijos de 30, 23 y 19 años, aunque su dolencia no le ha permitido vivir con ellos todos los momentos que le hubiera gustado, sobre todo cuando eran niños. «Cuando eran pequeños no podía llevarlos a hombros como sí hacían los demás padres . Tenía que hacerlo mi mujer», recuerda con pena.
Es precisamente su familia su mayor apoyo en estos momentos. Vestirse o ponerse los zapatos son algunas de las rutinas que la mayoría de los días no puede llevar a cabo sin ayuda. Tampoco hacer la compra más allá de una barra de pan. De la última vez que pudo ir al supermercado y cargar hasta su casa con una botella de refresco y un par de paquetes de lentejas han pasado ya dos o tres años. «Si hago el borrico y al salir a la calle quiero venir con un saco de patatas me juego que me dé un síncope. Y lo intentas hacer porque lo has estado haciendo durante toda tu vida y quieres seguir. Y no te das cuenta de tus limitaciones », sostiene.
Y darse cuenta de estas limitaciones es uno de los baches más duros por los que ha tenido que pasar. «Llega un momento en el que te das cuenta de que te paras en un banco de la calle asfixiado y te viene alguien a ayudar por si te pasa algo. Ahí ya te das cuenta de que no puedes», relata. Además, sus salidas a la calle siempre tienen un fin: el que además de su propio cuerpo le marca la máquina de oxígeno portátil que lleva, pues solo tiene capacidad para dos o tres horas de salida. Este es otro de los asuntos que más le ha costado asimilar, porque cómo se le dice a alguien que aprovechaba sus vacaciones como trabajador de la seguridad del Museo del Prado -empleo que también ha tenido que dejar por la enfermedad- para recorrer América, África o Asia que ahora es Madrid Río, cercano a su domicilio, el sitio más lejano que puede visitar.
Pero más duro es comunicar a su madre y a sus hijos que el trasplante de pulmón puede ser la única opción que tiene para seguir viviendo, si así se lo confirman los médicos en los próximos días. Sobre todo teniendo en cuenta que su madre ya vio morir a su marido y a un hijo de 29 años por un derrame cerebral. «Es una persona mayor y está muy mal de salud. No sé cómo decirle esto. Ella me ha visto empeorar, pero ya ha perdido a un hijo, puedo ser el segundo », lamenta.
Pese a todos sus problemas de salud, critica que lo que más le duele es el «olvido institucional» al que se ven sometidos . «Somos la vergüenza de las víctimas de la democracia, nadie quiere saber nada. Y no teníamos la culpa de nada. Yo era un chaval de 16 años, de culpa, nada», dice mientras se le escapan unas lágrimas y se resigna a seguir tomándose sus doce pastillas diarias y recorriéndose muchos de los hospitales de Madrid de especialista en especialista.
A 170 kilómetros de Carlos, en Peñaranda de Bracamonte (Salamanca) el ‘rosario’ de médicos y las doce pastillas diarias forman parte también de la rutina de una familia. Miguel Ángel Sánchez , de 52 años, lleva los últimos 40 en silla de ruedas. Hubo un momento, cuando tenía 18 años, en el que con ayuda de unas muletas pudo caminar durante un tiempo y aprovechó entonces para sacarse el carné de conducir, pues montarse en el coche le relaja. Pero se tiempo duró poco, y la silla ha seguido acompañándole desde entonces.
En su caso, la enfermedad de la colza le llegó con 11 años y, además de dejarlo postrado en una cama durante un tiempo, le arrebató al que podría haber sido su mayor apoyo en ese momento: su madre. A él, los médicos también le dieron por muerto, pero el empeño de su padre por sacarlo adelante buscando tratamientos que le ayudaran le devolvió el apetito y, pese a haberse quedado en 18 kilos de los 48 que pesaba, remontó. Eso sí, tuvo que renunciar a una de sus mayores pasiones: el deporte . «Yo era un niño completamente sano y deportista. Me encantaba jugar a fútbol y la bicicleta. Tenía tres bicicletas», cuenta mientras recuerda a todo lo que ha tenido que renunciar tras contraer el síndrome del aceite tóxico.
También a día de hoy ve con impotencia muchas veces cómo tiene que dejar de hacer algunas de las actividades que más le motivan para seguir adelante, como el modelismo o la lectura , pues cuando el cansancio y los dolores se apoderan de él el único alivio que encuentra es tumbarse en la cama, de donde tiene que salir otras muchas veces en mitad de la noche : «Normalmente no me duermo hasta la 1.00 de la madrugada y me despierto a las 5.00 o 6.00 y ya no puedo seguir durmiendo. Y luego hay días que no duermo nada porque me encuentro mal, con vértigos y vómitos», comenta.
La encargada de ayudarle en estos momentos de dolor es su mujer , Felisa, para la que no tiene más que buenas palabras: «Me siento muy querido y eso me ayuda mucho. Para ella, desde el principio soy una persona normal. Con 20 años lo que buscas es alguien que te guste lo primero físicamente y mi enfermedad está a la vista, pero nos conocimos y surgió». A día de hoy, dice, ese amor que se profesan está presente en cada momento del día: desde que le ayuda a levantarse, ducharse y ponerse las botas hasta cuando le ayuda a comer porque él solo no puede. «Si no hubiese sido por sus cuidados... No es lo mismo que una persona te atienda a que te cuide», relata emocionado.
El alivio de la música
También es con ella con quien comparte otra de sus grandes pasiones: la música . Su estado, sin embargo, le ha impedido muchas veces disfrutar de ella en conciertos, aunque a medida que los recintos se han ido adaptando a la realidad de las personas con necesidades especiales ha podido disfrutar más de ella, algo que la pandemia del Covid-19 le ha arrebatado. El último concierto al que asistió fue de Pastora Soler, en Madrid. Pero desde casa también la disfruta como puede. «Antes lloraba muchos días porque no podía hacer cosas que me gustaban y la música me ha ayudado mucho en este calvario, pero también me ha hecho llorar mucho», cuenta.
Como Carlos, Miguel Ángel denuncia el «abandono total» por parte del Gobierno con las víctimas de la enfermedad de la colza. Él fue uno de los afectados que el pasado martes se encerró en la sala de ‘las Meninas’ del Museo del Prado esperando una comunicación por parte del Ejecutivo que no llega. «Sentirnos acompañados es muy importante. El abandono duele casi tanto como la enfermedad», critica.
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