A los pies del volcán de La Palma: «Aquí es donde mejor se respira y menos calor se siente»
ABC accede a 300 metros del volcán de La Palma acompañado de un equipo de científicos que muestran cómo se comporta el monstruo más perfecto de la isla
Josefina G. Stegmann y Ignacio Gil
Sobre el volcán de Cumbre Vieja , a escasos metros de su insaciable boca de fuego, sobrevuela un pájaro . El animal busca alimento cerca del anillo del terror. Acechan las dudas de cómo es posible que lo haga tan cerca de ese otro ... animal vivo, que expulsa sin cesar gases y columnas blancas y negras como las fumatas de la Capilla Sixtina.
Solo que más grandes, más altas, con forma de cumulonimbus perfectos. Aquí también da la sensación de estar más cerca de Dios. ¿Quién puede estar, si no, detrás de esta obra semejante? ¿Por qué siendo el volcán más vigilado del planeta nadie puede saber qué ocurrirá con él? ¿Cuándo se apagará? ¿Por qué los humanos le temen y los animales no?
La filosofía, los sentimientos acelerados, el temblor de las piernas que van al unísono con el temblor del volcán y su ensordecedor rugido se dejan de lado cuando el vulcanólogo griego Stavros Meletlidis pone la ciencia sobre la mesa . Y el horroroso ruido se convierte en «desgasificación» y la fumata blanca en «vapor de agua» y la negra en «ceniza».
Un frío inquietante
En perfecto español, este griego residente en Canarias y miembro del Instituto Geográfico Nacional (IGN) mira el volcán y explica, mediante la observación, a su juicio mejor aliado que los aparatos, que está perdiendo fuerza: «Lo que se ve ahora es gas con poco material magmático. La explicación la da el color grisáceo de la columna. Cuando tiene ese color significa que el material que expulsa no es ‘juvenil’, no viene del interior, sino que ya es parte del cono . Durante estos 50 días de erupción, el volcán ha dejado material y es ese el que expulsa; además, lanza bombas y, en este caso, es el ruido el que nos indica que tenemos una desgasificación intensa». A 300 metros de distancia del volcán, observado desde su cara este y a una altura de 1.250 metros en pleno Parque Natural de Cumbre Vieja hace un frío insoportable y también inquietante .
¿Cómo es posible que esas bolas de fuego que generan casi adicción a la vista por su brillo, su fuerza y su violento color rojo no aporten calor? «Los gases, cuando salen, tienen temperaturas altas, de entre 400 y 500 grados, pero el viento va en dirección contraria a nuestra ubicación, va hacia el mar . Para tener calor necesitas un cuerpo denso, como por ejemplo, un flujo de lava que puede salir a 1.000 grados y empieza a enfriarse poco a poco, llegando a tardar hasta días», cuenta Stavros medio a gritos porque el rugido del volcán hace imposible la conversación.
Pese a que se dedica desde hace años a observar volcanes, Stavros no parece menos sorprendido que el resto, que actúan como poseídos, hipnotizados por la belleza destructiva de un volcán que parece obligarte a que no dejes de admirarlo y a coger el móvil de forma instintiva para hacer fotos como un poseso, e incluso alguna videollamada al otro lado del oceáno.
Cuando ve el volcán, Stravros también hace instantáneas y repite una y otra vez las panorámicas; pide que lo retraten y especifica exactamente en qué punto exacto de la foto tiene que salir el cono y dónde él... « De niño un día encontré en un quiosco un ejemplar del ‘National Geographic’ que hablaba de la erupción del volcán Saint Helens, en Estados Unidos , y la verdad es que me fascinó. No solamente la potencia del volcán , sino también el poder explicarle a los humanos cómo es la naturaleza. Muchos geólogos del Servicio Geológico estadounidense perdieron la vida intentando registrar todo lo que veían para poder informar. He decidido ser vulcanólogo también para ser útil, sobre todo en casos como este donde la erupción está cerca de la gente». Cuando ves el volcán, resume Stravros, « te das cuenta de que este conito, porque es un volcán pequeñito, es el ejemplo vivo de que la naturaleza es indomable ».
«La vida sigue»
Mientras Stavros habla con dificultad por el ruido, el viento y su máscara antigás que lo convierte en una especie de Darth Vader de los volcanes, la vida animal se abre paso. Los pájaros vuelan; en otras partes menos cercanas al volcán pero también en zona de exclusión, como en el caso de Las Manchas, un conejo cruza asustado ante el paso del coche y una veintena de gatos (al menos, los que se dejan ver) salen de casas abandonadas y comen lo que les dejan las protectoras.
«Es que la vida sigue», dice Matías, otro de los científicos que acompaña a ABC. La naturaleza continúa su curso, como también lo hace la propia actividad del volcán. Matías recurre a esta tragedia a modo de enseñanza vital: « Voy a deshacerme de todo lo que tengo, venderé el coche y la casa... Cuanto menos tienes, menos anhelas», sentencia mientras se detiene a intentar rescatar a un gato de pelaje atigrado y anarajando que parece haber perdido un ojo y parte de su oreja derecha por culpa del volcán.
«Paisaje dunar y lunar»
El felino, sin embargo, se asusta y se escurre entre las zarzas. Los animales luchan por sobrevivir y lo consiguen, pero los que le pierden la batalla al volcán son los pinares, una de las señas de identidad de La Palma . El camino que conduce al cono, por la pista forestal de Cabeza de Vaca y donde pueden verse otros volcanes dormidos como la montaña de Enrique, hay varios centenares de pinos pelados, con ramas esqueléticas, rajadas por el volcán y ‘pintados’ del mismo color que el de las explosiones: el verde original se convierte en anaranjado por acción de la radiación .
El resto del paisaje hacia el monstruo aún no bautizado es un sinuoso camino bañado por un manto de ceniza. El nuevo suelo que crea el volcán a su alrededor es de una perfección estremecedora, está intacto. La ceniza ha creado dunas, apenas interrumpidas por la marca de alguna pisada humana. Se camina, haciéndole frente al frío, y a veces sin saberlo, por encima de postes que hasta hace 50 días le indicaban a los senderistas dónde estaban y cuántos kilómetros les quedaban a otras localizaciones. «Es un paisaje dunar y lunar», resume Matías. A lo lejos, se ve a un guarda forestal desenterrando una de esas señales que marcaban el camino de un kilómetro y medio hacia el barrio de Tacande: una muestra clara de que la ceniza se ha, literalmente, devorado todo.
La subida al volcán es vertiginosa. Aparte de que la pista resbala por la ceniza, no hay una sola línea recta: las curvas se suceden una detrás de otra y el acceso es en una sola dirección por lo que hay que apartar el coche cuando circula otro cargado de científicos, cuando pasan los operarios sosteniendo el pitillo con los labios subidos a sus grúas para ensamblar tuberías y alimentar de agua a la isla, o cuando se cruza algún caminante con un palo y un perro, que balbucea y suelta frases inconexas para no poner en evidencia que saltó la verja prohibida.
Pinares destruidos
Tras dar tumbos con el coche, casi como si fuera una montaña rusa, llega la tensa calma del volcán que se abre paso, soberbio. A su alrededor ya no hay pinares (quizás alguno destruido), ya no hay coches, ya no hay obstáculos que superar. Todo él aparece, como si hablara y dijera: « Aquí estoy yo » expulsando gases a varios centenares de metros por segundo. Es tan hermoso que cuando lo tienes delante, «esa parte de destrucción, de alguna forma desaparece», resume Stavros.
El vulcanólogo recuerda además que es la primera erupción en Canarias desde hace 50 años y eso genera mucha atracción. «Es como otro Teneguía, con la diferencia de que entonces la gente se sentaba a mirar el espectáculo con su sillita y su cerveza », recuerda. En cualquier caso, aclara que « aquí no hay que olvidar que lo primero es la gente y hay que poner la ciencia a su servicio ».
Un lugar respirable
Entre la población, el volcán genera una sensación parecida a la que le genera a Stavros: de amor y odio. Incluso el que más ha padecido pérdidas y ha visto cómo el volcán le arrebataba treinta años de trabajo para hacer de su casa un legado disfruta viendo el volcán y abre una curiosa competición para saber si su vecino alberga en su carrete una imagen mejor que la suya.
Igual de paradójico resulta el hecho de que cuanto más cerca se está del volcán, mejor se respira. La molestia en los ojos de la ceniza desaparece, el cuello no se ennegrece y las uñas no parecen metidas en barro. «Cerca del cono se produce una inyección de gases y ceniza con mucha energía que van hacia arriba, a unos 300, 400, 1.000 metros o más haciendo que el ambiente se quede limpio cerca de la boca eruptiva . Afecta más allá porque una vez que alcanza el kilómetro de altura la ceniza se dispersa y cae lejos generando esta atmósfera de partículas de ceniza que pueden ser dañinas para la salud», explica el vulcanólogo.
Al final, «es donde mejor se respira y menos calor se siente». En cualquier caso, Stavros lleva encima un aparato, que parece un ‘walkie talkie’ que mide la cantidad de gases que hay en el ambiente y que pita cuando hay peligro y es hora de empezar a correr .
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