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El Papa celebrará la Inmaculada en la Plaza de España de Roma

El dogma proclama que el alma de María estuvo limpia del pecado original. Su contenido es inequívoco en el saludo: «Ave María purísima. Sin pecado concebida»

Pío IX bendice desde la Embajada de España el monumento a la Inmaculada Concepción en 1857. CORTESÍA EMBAJADA DE ESPAÑA

ROMA. Aunque cada paso fuera del Vaticano le resulta agotador, Juan Pablo II celebrará el 150 aniversario del dogma de la Inmaculada Concepción arrodillándose ante la columna de la Virgen de la Plaza de España, a la que dirige cada año sus plegarias más conmovedoras. El lugar no es casual. El papa Pío IX, que proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción el 8 de diciembre de 1854, levantó el monumento delante de la Embajada de España como homenaje al papel de los teólogos, misioneros, poetas, pintores y reyes españoles en favor de declarar como doctrina de fe que María nunca llevó en su alma el pecado original, que se perdona con el bautismo.

Mucha gente piensa erróneamente que la «Inmaculada Concepción» significa que María, siempre Virgen, concibió a Jesús sin una relación conyugal. La «concepción» que Pío IX definió como «Inmaculada» no es la de Jesús -que también lo fue- sino la de su madre, María, unos quince o dieciséis años antes de que un ángel le dirigiese en su casa de Nazaret un sorprendente saludo: «Ave María, llena de gracia». El contenido del dogma resulta inequívoco en un saludo mariano: «Ave María purísima. Sin pecado concebida».

Como la Iglesia celebraba desde antiguo la fiesta de la Natividad de María -o sea, su nacimiento- el 8 de septiembre, la fecha de su concepción -la generación del cuerpo por sus padres Joaquín y Ana, y la creación del alma por Dios- correspondía al 8 de diciembre, igual que la Anunciación se celebra el 25 de marzo, nueve meses antes de la Navidad. Aunque pudiera no hacerlo, el calendario litúrgico sigue en ambos casos el calendario biológico y subraya la idea de encarnación física.

El debate medieval y renacentista sobre la «Inmaculada Concepción» de María, no lo era sobre su virginidad, que estuvo siempre fuera de discusión debido al relato extremadamente preciso de los Evangelios. Era un debate sobre el pecado original -la desobediencia de Adán y Eva en el paraíso- y sobre la Redención, que algunos teólogos sinceramente devotos de María, entre ellos el dominicano Tomás de Aquino, le aplicaban con la mejor intención como al resto de los seres humanos redimidos por Jesús en la cruz.

Aunque las alabanzas escritas a María nacen con los padres de la Iglesia y la idea de la concepción sin pecado original entra en la liturgia de Oriente en los primeros siglos, Occidente la recibió sólo hacia el final del primer milenio. La polémica teológica surgió en los siglos XIII y XIV cuando en la Universidad de Oxford predominaban los «inmaculistas» mientras que en París se consideraba a María beneficiaria de la Redención, como todos los justos de Israel, a partir del Gólgota.

El empuje intelectual del franciscano escocés Juan Duns «Scoto» en la Universidad de París y en Colonia convenció a la mayoría de los teólogos de que María fue escogida por Dios desde la eternidad y eximida de antemano del pecado original. Finalmente, en 1476, el papa Sixto IV -constructor de la capilla «sixtina»- introduce la fiesta de la Concepción de María sin pecado original un año después de haber establecido la fiesta de San José. La cuestión debería quedar cerrada.

No fue así, y frente a quienes negaban ese privilegio de María, una multitud de teólogos, predicadores e incluso monarcas pidieron una definición dogmática. Alejandro VII, al reiterar la doctrina ya adelantada «principalmente por nuestros predecesores Sixto IV, Pablo V y Gregorio XV» cita entre los motivos del nuevo documento la petición explícita de obispos, cabildos y también «del rey Felipe y de sus reinos».

A pesar de la belleza de los cuadros de Murillo y de la elocuencia de tantos predicadores, la polémica seguía y, para zanjarla de una vez, Pío IX consultó por escrito en 1849 a los obispos de todo el mundo, quienes se manifestaron a favor de proclamar el dogma, como había pedido ya antes una comisión especial de teólogos expertos y como referendó posteriormente el colegio de cardenales. Con esos precedentes, Pío IX promulgó el 8 de diciembre de 1854 la bula «Ineffabilis Deus», según la cual, «la santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, salvador del género humano». Era, por fin, la última palabra.

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