Dominique Lapierre: «Madre Teresa era una bomba de amor y caridad para los desesperados del mundo»
El Papa beatifica hoy a Teresa de Calcuta. Dominique Lapierre, autor de «La ciudad de la alegría», glosa la figura de esta extraordinaria mujer que cambió su vida para siempre
Aún no ha amanecido en la Costa Azul francesa, cerca de Saint Tropez, en un pequeño pueblo abrigado por el mar. En el refugio del escritor y su esposa, Dominique y Dominique («ella es la grande y yo el pequeño»), hay luz desde las cinco ... de la mañana. Dominique Lapierre (París, 1931) y Larry Collins (West Hartford, Connecticut, 1929), la pareja de escritores de grandes éxitos más relevante de los años setenta y principio de los ochenta («Arde París», «Oh, Jerusalén», «Esta noche, la libertad», «El quinto jinete»), regresan con una nueva novela. «El argumento es secreto de Estado, pero les puedo decir que esperamos haberla terminado para Navidad», afirma Lapierre. Queda poco. Apenas el último esfuerzo que, estos días, comparte necesariamente con el recuerdo de una las personas que más le ha influido en el último tramo de su vida, Madre Teresa, la santa de los desamparados.
-¿Cómo la conoció?
-Fue hace veintitrés años, en su cuartel general de Calcuta. Madre Teresa asistía a su misa cotidiana, a las 5.30 de la madrugada, rodeada por un centenar de sus hermanas. Era un momento extraordinario: la vieja religiosa en una pequeña capilla, con el ruido de la calle, en el centro de una ciudad inhumana. Fui a conocerla porque, después de escribir «Esta noche, la libertad», la historia de la independencia de la India, deseaba ayudar en lo posible a los niños leprosos de Calcuta. Había pasado dos largos años en la India enfrascado en la investigación de ese libro y quería destinar parte de mis derechos de autor a una obra humanitaria. Lo primero que le dije fue: «Madre, tengo cincuenta mil dólares en mi bolsillo; quiero entregar este dinero a una institución que se ocupe de los niños leprosos». Ella me contestó: «Pero, Dios...». Aquel día me presentó a un inglés, James Stevens, una «Madre Teresa» anónima, que dirigía una leprosería que había salvado a nueve mil niños, pero que no tenía un céntimo más para continuar. Fue un choque brutal. El principio de mi acción humanitaria. Hay muchas personas anónimas como él en la India. Es uno de los mensajes más destacados de Madre Teresa: todos podemos traer un poco de justicia a este mundo. En una ocasión, Stevens y Madre Teresa me llevaron a uno de los barrios de chabolas de Calcuta, donde habían encontrado sus primeros niños protegidos. Este lugar se llamaba, paradójicamente, la Ciudad de la Alegría. Un barrio de chabolas, un lugar inhumano, el infierno sobre la Tierra. Allí encontré tanta fuerza, tanto valor, tanta fe, tanta capacidad de compartir... que le dije a mi esposa: quiero escribir la historia de supervivencia de esta gente.
Su mensaje, más fuerte que nunca
-¿Qué sensaciones le transmitió Madre Tersa?
-Era una bomba de caridad, de amor. La impresión de caminar junto a ella por los barrios de Calcuta era extraordinaria. Cada vez que su pequeña silueta encorvada aparecía era un símbolo de esperanza en mitad de la desesperación. Casi no dormía, y con un plátano y un poco de arroz tiraba todo el día. Tenía una vitalidad enorme. Viajábamos a Nueva York y, tras veinte horas de avión, empezaba a visitar sus hogares, como si acabara de levantarse.
-A veces se le acusó de no utilizar su influencia para encontrar soluciones políticas a la pobreza.
-Hablé muchas veces con ella de este asunto. Le dije que podía hacer una huelga de hambre enfrente de la sede de Naciones Unidas para alertar a los poderosos. Entonces me dedicó una sonrisa, y me dijo: «Me interesa la gente que no tiene un pedacito de pan para sobrevivir un día más. No puedo preocuparme por la multitud, sino por un individuo que está a punto de morir. Hay otras personas en el mundo que pueden luchar por los derechos humanos. Aquí nos enfrentamos a la miseria total».
-¿Su legado sigue presente?
-Seis años después de su muerte, el mensaje de Madre Teresa es más fuerte que nunca. La orden de las Misioneras de la Caridad es la única en todo el mundo que debe rechazar vocaciones por falta de lugar para acomodar a tanta gente. En los conventos del resto de las órdenes religiosas sólo hay monjas muy veteranas. En las Misioneras de la Caridad es justo al contrario, a pesar de la promesa de una vida muy difícil, de pobreza, de mucho sacrificio.
-¿Madre Teresa ha sido su principal fuente de inspiración literaria?
-Por decirlo con más precisión, fue el detonante de muchas cosas. La fuente de inspiración la encontré en el valor de la gente para sobrevivir, para triunfar sobre todas las adversidades. Hay un poema de Tagore que dice: «La adversidad es grande, pero el hombre es más grande que la adversidad».
-Calcuta se ha convertido en un centro de peregrinación de famosos. ¿Las caras conocidas benefician la causa de los pobres?
-Todos podemos visitar Calcuta. En mi caso, en esa ciudad encuentro vitaminas extraordinarias. Cuando regreso a París y no encuentro aparcamiento para el coche, resulta fácil considerarlo un problema menor. Aprendes que todo es relativo. En cuanto a lo que buscan los famosos, es muy difícil adivinar lo que esconde el corazón de la gente. La visita de la princesa Diana, por ejemplo, fue totalmente sincera, un ejemplo de cómo involucrarse con esa obra de compasión y de justicia.
Tomar partido
-¿Madre Teresa inspiró su compromiso solidario?
-Conocerla fue un momento muy importante en mi vida. Descubrí que un autor de grandes éxitos literarios también podía cambiar la vida de los protagonistas de sus novelas. Un escritor puede ser, y lo digo con total humildad, Hemingway y Madre Teresa a la vez. Pensé que no era suficiente escribir, denunciar. Había que actuar, tomar partido en el campo de batalla de la pobreza. Tenía cincuenta y dos años. Fue una revelación. Desde entonces, dedico la mitad de mi vida al trabajo humanitario. En veintidós años he contribuido a salvar nueve mil niños leprosos, a curar a cuatro millones de enfermos de tuberculosis. También tengo cuatro barcos hospitales en el Delta del Ganges. En España he encontrado una extraordinaria generosidad. Tenemos una fundación que se llama Ciudad de la Alegría , que recauda dinero para continuar mis acciones en la India.
El hechizo de la India
-Toda esa labor le ha quitado tiempo a su carrera de escritor.
-Sí, la mitad de mi vida. Me ha quitado tiempo, pero ha merecido la pena. Es una experiencia única.
-¿Qué tiene la India para enganchar de esta forma a todos los que visitan el país?
-La primera cosa que te golpea es la belleza interior de la gente, sus cualidades humanitarias. En el más pequeño pueblo hay una hospitalidad y una gentileza impresionantes. Allí me siento como en casa. Creo que en una vida anterior fui un «rickshaw» (un carro-taxi tirado por una persona). Viajo allí tres veces cada año. Cuando no voy y han pasado tres meses, me faltan las vitaminas.
-Hoy es la ceremonia de beatificación de Madre Teresa. Usted la conoció muy bien: ¿era una santa?
-Lo pienso desde hace veinticinco años. No necesito la firma de un monseñor en un papel para saber que Madre Teresa era una santa. Y hay muchos otros santos anónimos que nos sorprenden en nuestra vida cotidiana. Hay en el mundo gente muy diferente a los criminales, a sátrapas como Sadam Husein, a narcotraficantes como Pablo Escobar.
decían unas. Es una original, susurraban otras. La realidad era bien distinta: Teresa veía a los moribundos, a los abandonados y a los enfermos con los ojos del corazón. «Veo a Dios en cada ser humano. Cuando limpio las llagas de un leproso, tengo la sensación de estar limpiándole las llagas a Dios... ¿No es eso maravilloso?», dijo en una entrevista en 1974. Ella veía a los pobres y a los desamparados; los demás no los veían como seres humanos, los consideraban una masa sin rostro.
La Madre Teresa no inventó la caridad, pero sí la reinventó en el momento en que surgía el concepto de Tercer Mundo, el de un planeta habitado por una minoría pudiente en medio de una mayoría cada vez más numerosa, cada vez más hambrienta. Luchó por dar un rostro humano al desvalido, al leproso, al abandonado. Vino a decirnos que esos hombres y mujeres sienten y padecen como cualquiera de nosotros. Que tienen deseos, sueños, miedos, anhelos. Que no son una masa inerte, nacida para sufrir. Que cada niño tiene el inalienable derecho a tener una vida feliz, como nosotros, sin la lacra de la pobreza. Vino a decir que la miseria es abyecta e inaceptable e, implícitamente, que la justicia social no es la consecuencia automática del progreso económico. Y aportaba soluciones que los gerifaltes del desarrollo global, en sus despachos de acero y vidrio, tienden a olvidar. Para sacar a la gente de la pobreza, hay que quererlos; hay que darles la esperanza de que es posible salir de su condición. Hay que mostrarles la luz al final del túnel. Rescató una palabra que había caído en desuso: la compasión, que etimológicamente significa padecer con quien sufre.
El mundo provincial de Calcuta fue acostumbrándose a la presencia de esta mujer que daba siempre que hablar. Primero, porque un año después de haber oído la Voz en el túnel, el Vaticano autorizó la fundación de una congregación religiosa dedicada a «ocuparse de los enfermos y de los moribundos, educar a los niños abandonados en la calle, atender a los mendigos y albergar a los abandonados». La silueta de las Misioneras de la Caridad, sari blanco con borde azul, empezó a formar parte del paisaje de Calcuta primero, más tarde de las grandes ciudades del mundo.
La Casa del Corazón Puro
Segundo, porque Teresa de Calcuta, en su afán de recoger a todos los desvalidos, necesitaba espacio y ayuda. La ayuda inmediata se la proporcionaron una decena de novicias indias que la siguieron al mundo de las chabolas. El espacio tenía que pedírselo a las autoridades, poco receptivas ante una religiosa católica que exigía cambiar el sacrosanto orden de las cosas. En Teresa de Calcuta salió a relucir entonces una formidable obstinación. Llegó a decirle al alcalde que vendría con un grupo de enfermos y desvalidos y que los dejaría en los pasillos del Ayuntamiento hasta que no obtuviese un lugar donde ocuparse de ellos. El alcalde le consiguió un local junto al templo de Kali, en el centro de la ciudad. Así nació la «Casa del Corazón Puro», donde voluntarios de todo el mundo, ayudados por Misioneras de la Caridad, acogen y cuidan a enfermos y moribundos rescatados del infierno de las calles.
Más tarde, consiguió otro local para fundar Shishu Bhawan, la Casa de los Niños, dedicada a albergar a niños abandonados. Y en un terreno cedido por la compañía de ferrocarriles fundó un hogar para leprosos. Consciente de que el estigma social de la lepra era tanto o más dañino que la enfermedad en sí misma, organizó una campaña para acercar la población a la realidad de la lepra: «Toquemos un leproso con nuestra compasión». Tuvo tanto éxito que consiguió fundar una ciudad para leprosos a doscientos kilómetros de Calcuta. La llamó Shanti Nagar, «la ciudad de la paz». Al empezar a ocuparse de los leprosos y a medida que la Congregación crecía, dejó de ser «una original» para, poco a poco, convertirse en «una mujer admirable», y luego en una santa. En 1979, recibió el Premio Nobel de la Paz «en nombre de los hambrientos, los sin techo, los discapacitados, los invidentes, los leprosos, en nombre de todos los que se han convertido en un peso para la sociedad y que todo el mundo rechaza». En 1982, en el Beirut desgarrado por intensos combates, consiguió negociar con palestinos e israelíes un alto el fuego. La Madre Teresa necesitaba tiempo para rescatar a treinta y siete niños discapacitados mentales atrapados en un hospital del centro. Las armas se acallaron, y ella corrió para salvar a los suyos, a esos niños que representan uno de los eslabones más débiles de la humanidad. Así era la Madre Teresa.
Hoy, cuando viajo por el mundo, me encuentro de vez en cuando a las Misioneras de Caridad. Van de dos en dos, en rickshaws que zigzaguean por las callejuelas más estrechas o en algún coche vetusto, siempre en los arrabales más desolados y peligrosos. Veo cómo escuchan a los desvalidos. «Sólo pretendemos aportar nuestra gota de agua en el océano de las necesidades», dicen, repitiendo una frase de la Madre Teresa. Esa gota de agua, que en todos los países pone de manifiesto la incapacidad de los políticos y del sistema para atender las necesidades más básicas, representa la gran aportación de la santa de Calcuta a la humanidad. Estaba en Calcuta cuando murió la Madre Teresa y asistí a su funeral. No había indios, europeos o americanos. Ese día no había musulmanes, ni hindúes ni cristianos. Había un mismo fervor, un mismo lamento que lloraba la desaparición de una mujer que supo darles amor y esperanza. Pero seguía habiendo ricos y pobres. Los mazazos que la policía antidisturbios propinaba para impedir que una multitud de harapientos accediese al estadio donde estaba expuesto el cuerpo de la santa hablaban de un mundo separado entre los que tenían un derecho y los que no lo tenían. Una separación que no le hubiera gustado nada a Teresa de Calcuta. Entonces me acordé de una frase que ella dijo a Miguel de Grecia en 1996: «El otro día soñé que había llegado a las puertas del cielo, y San Pedro me decía: «Vuelve a la tierra, Teresa. No hay chabolas aquí arriba»».
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