'Los Domingos' entra en el monasterio de clausura: «El guion lo podríamos firmar cualquiera de nosotras»
Treinta monjas contemplativas descubren, de la mano de ABC, la película que ha reabierto el debate sobre la vocación
Agustinas de la Conversión: la comunidad de monjas contemplativas jóvenes que respalda el Papa León XIV
Entran despacio, dubitativas, como quien cruza un umbral sagrado. Piden, incluso, permiso, innecesario en la que es su casa: «¿Se puede?». En sus rostros se adivina una mezcla exacta de expectación y comedido alborozo con el que enfrentan la experiencia poco usual que están por ... vivir. Son las primeras en llegar, tres novicias, como delata su juventud y el pelo suelto, todavía sin cubrir por el pañuelo, a modo de toca, que caracteriza al resto de las hermanas. La sala de comunidad del monasterio de la Conversión se transforma, por unas horas, en una insólita sala de cine: la luz azul del proyector y las butacas improvisadas fijan la atención hacia la pared blanca convertida en pantalla y el altavoz inalámbrico —ajeno al ritmo monástico— aguarda como si fuese un pequeño milagro tecnológico.
Es martes, a media tarde. Esta vez la cartelera sólo admite un título. 'Los Domingos', la película que ha removido a creyentes y ateos y ha devuelto a la conversación pública un debate que muchos creían relegado a siglos pasados: la llamada de Dios a la vida de clausura, ejemplificada en la historia de una joven de 17 años y los conflictos que eso genera en su familia y entorno. La misma historia —con matices, heridas y milagros propios— que un día vivieron la treintena de monjas que forma esta comunidad, pero que paradójicamente, en fidelidad a las reglas del claustro, no podrán ver nunca en el cine. Por eso ABC ha decidido traer la película hasta aquí, a este monasterio de Agustinas de la Conversión en Sotillo de la Adrada (Ávila), donde la clausura abre, por unas horas, una rendija hacia el mundo.
Este estreno no tiene alfombra roja ni 'photocall' con famosos, pero sí la misma electricidad elegante que vibra antes de cualquier gran 'première'. Quizá más. Diríamos que incluso supera la expectativa del Festival de San Sebastián, de donde la directora, Alauda Ruiz de Azúa, salió con la Concha de Oro para 'Los Domingos'. Aquí la ilusión se funde con un doble silencio: el propio del monasterio, que nos ha envuelto desde la misma puerta, y el silencio expectante, el de los ojos inquietos que aguardan a que la pared blanca empiece a narrar aquello que tantos les han contado. «Nos dicen que están sorprendidos de que esta película la haya hecho una persona no creyente», comentan las hermanas. Segundos después, la sala queda iluminada únicamente por la luz del proyector. Y empieza la película.
Espontaneidad y risas
La proyección se convierte, desde el primer minuto, en un doble visionado. Mientras las religiosas saborean la película, nuestra mirada se posa en sus rostros para descifrar cómo encajan lo que están viendo, cómo la ficción despierta una realidad que ellas viven —o han vivido— en carne propia. No hace falta mucho esfuerzo. Su inocente expresividad telegrafía con fidelidad cada uno de los momentos clave de la película, desde la sonrisa cómplice entre las más jóvenes al reconocer los acordes del 'Quédate' de Quevedo, al espontáneo «¡ostras!» que se escapa ante la respuesta valiente de la protagonista a la tía atea que intenta disuadirla de entrar en el convento.
La película avanza en un vaivén entre el alivio cómico y la tensión contenida. Las risas, incluso francas carcajadas, estallan cuando la pantalla exhibe los entresijos más íntimos de la vida monástica: el humilde cartel de bienvenida en el comedor; el somier de muelles que chirría en la celda; el parpadeo nervioso del fluorescente del baño sin espejo; la tacañería entrañable de la hermana Encarnación a la hora de repartir los enseres personales; el cigarrillo furtivo de una postulante; o la inocencia que desarma de la monja mayor que reza «por los inspectores de Hacienda, para que hagan bien su trabajo».
Pero el debate interior que recorre la película —el discernimiento vocacional, esa lucha silenciosa entre la llamada de Dios y el propio corazón— convoca otro tipo de reacciones. Entonces el lenguaje corporal cambia de registro y se convierte en un asentimiento unánime ante el ruego quedo de la protagonista en un momento de duda: «Por favor, no me llames». En las escenas más tensas, los torsos abandonan el respaldo y se inclinan hacia la pantalla, como si acortar unos centímetros la distancia aumentara la empatía y el deseo de acompañar a la joven en su turbulencia interior. Y, siempre en esos instantes de prueba, las manos entrelazadas, recogidas, tensas, ancladas en una súplica muda para que todo termine bien.
«Eso me ha pasado a mí»
En ese contexto vibrante y luminoso no extraña que cuando la película acaba y se encienden de nuevo las luces, la experiencia sea bendecida con un aplauso. Comienza entonces un coloquio, donde la palabra complementa a los gestos. La aceptación de la película, pese a pequeños detalles que todas cambiarían, parece unánime. «Es un guion muy bueno, perfecto», explica la Madre Prado, que alaba el acierto y el gran trabajo de documentación que ha realizado la directora. «Cualquiera de nosotras podríamos firmar ese guion», añade. «Todas podemos decir, 'eso me ha pasado a mí': he tenido que dejar a un novio, a mi familia, o mi familia no era creyente… Todas esas historias que hemos visto las hemos sufrido de una u otra forma», afirma.
Una identificación con la propia experiencia que, sin embargo, no es lo que más les ha removido al ver el filme. Sorprende que una película sobre la clausura y el proceso vocacional remita a quienes en ella vive a los que están fuera, a las familias, amigos y entorno que dejaron cuando entraron en el claustro. «Nunca había pensado tanto como ahora en lo que podía sentir la gente de fuera cercana», afirma la hermana María. «Dios mío, si es que la primera vez que van al monasterio son la tía y el padre, yo me acordaba del primer día que vinieron aquí mis padres, que fue súper parecido. La sensación que ellos tenían era que me iban a encerrar y que no iba a salir de aquí nunca más en la vida», añade María.
Una escena, la de la tía y el padre en silencio en el coche después de dejar a la protagonista en el monasterio, también «ha pesado mucho en el corazón» de la hermana Tamara. «Llevo nueve años aquí y a día de hoy mi padre se va llorando», explica. «Hay cosas que siempre cuestan, porque es verdad que tú entras [en el monasterio], pero arrastras mucho contigo, y haces que mucha gente viva cosas que al final son también desgarros, muy dolorosas, aunque ahora te vean feliz y estén contentísimos», añade Tamara, que apela a la «gran responsabilidad que tiene esta llamada de ser fiel y tomarte la vida en serio». «Al final tú no te enamoras de cualquiera, te enamoras del indicado, del que es para ti», explica.
«Mi vocación cayó como una bomba. Me decían: 'Rezábamos para que haya vocaciones, pero no en esta familia'»
Coincide también Tamara en la dificultad de transmitir ese proceso vocacional en el entorno personal, incluso cuando son católicos y deberían entender las razones. «Yo recuerdo que mis amigos de la parroquia me decían de quedar y al final era una emboscada de cuatro para convencerme de que no entrara», recuerda con una sonrisa. Sobre eso, la hermana Isabel reivindica cómo la película muestra que «verdaderamente la vocación es de ella, no es de ellos. Que la fe es un don, que la llamada la recibe ella, no la recibe el padre o los amigos y que verdaderamente para ellos es muy duro». «Aquí estamos muchas hermanas, incluida yo, que todavía nos están esperando fuera. Que puedes llevar 5, 10 o 13 años, y te siguen tentando: 'lo que te estás perdiendo, pero piénsatelo bien, sabes que puedes salir cuando quieras, que lo vas a tener todo'». Isabel sabe que la razón detrás de esta insistencia es «mucho cariño, porque los tuyos te quieren, como se ve en la película, y desean tenerte cerca».
Y es que, todas coinciden, la llamada a la vida contemplativa es muy difícil de encajar en las familias. «Yo he crecido en un ambiente familiar católico, me han llevado a un colegio de monjas, he recibido los sacramentos en la parroquia y el tema de la vocación pues cayó como una bomba», explica la hermana María. «Me decían: 'Rezábamos para que haya vocaciones, pero no en esta familia. Que le toque a los demás'», cuenta en tono de broma. «Porque en el fondo todo el mundo tiene otro proyecto de vida para ti», añade, aunque explica cómo esa reticencia inicial se va venciendo, para asumir la opción del ser querido por la vida consagrada, porque «al final, lo que quieren es que seas feliz».
En ese ejercicio de empatía con los que se quedan fuera, no falta tampoco una identificación con la figura de la tía, que en la película ejerce de abogado del diablo frente a las pretensiones de la protagonista. «Entiendo muy bien el personaje de la tía, peleona, que no quiere que su sobrina entre en una secta, porque si no cree, eso es una secta», afirma la hermana Inmaculada, encantada con la película, y que, entre las risas de la comunidad, sugiere a la directora «una segunda parte con la conversión de la tía».
El silencio como protagonista
Para la hermana Jadzia otro valor de la cinta es el cómo describe que «la vocación no nace en un mundo paralelo donde se engendran las monjas, sino que surge en medio del mundo real, y esa vocación es real». Detalles como la postulante que se fuma un cigarrillo, que lleven pantalones o que tengan móvil evidencian ese proceso, el cómo «tú, cuando disciernes la vocación, no lo tienes todo claro y no sabes cerrar todas las puertas y dedicarte enteramente a Dios». «Sabe dar ese rostro humano a nuestra vida, que no somos extraterrestres, que no estamos en un mundo paralelo, sino que queremos realizar nuestra vocación en el corazón del mundo», añade. «Y la belleza está también ahí», concluye.
La belleza… y el silencio. En la clausura, donde el ambiente, cada gesto y detalle llaman a la quietud y el sosiego, imprescindibles para la vida contemplativa, los silencios de la película también son reconocidos como protagonistas. «Hay un momento [en el discernimiento vocacional] en el que te das cuenta de que tus amigos, tu entorno laboral, tus compañeros de clase hablan de cosas que a ti ya te empiezan a resultar extrañas. Son capaces de hacer bromas, de tomarse con más frivolidad algunas cosas, y tú te das cuenta de que tienes dentro otra cosa. Entonces te queda o estar en silencio o aparentar que eres lo mismo que los demás», explica la hermana Inmaculada. Una confesión que levanta una carcajada general. «¡Se ríen porque le ha pasado!», apostilla la hermana.
Un silencio que descubren también en la narración, como cuando la amiga íntima de la protagonista está presente en el momento en que se corta el pelo. «Le da las tijeras, pero la amiga ya no vuelve a decir nada más en la película. Eso me ha sorprendido. Es como un signo de que ella quiere estar cerca, pero a la vez no sabe y no tiene palabras», explica la hermana Inés María. Un silencio que la protagonista de la película lleva al extremo y se convierte, a juicio de las religiosas, en la mejor respuesta para quienes no entienden o no comparten ese gesto de rebeldía que hoy supone dejarlo todo y entrar en la clausura. Para los ateos, para los que no creen y vean la película, «el silencio de la chica quizá sea lo único que abra la puerta al misterio, ¿y si fuera?», se interroga la hermana Inmaculada.
Sin embargo, entre las pocas críticas, todas coinciden en señalar que, en la película, ese sigilo puede acabar pareciendo una carga y opacar la «luminosidad» que viven en la vida contemplativa. «Yo no anhelaba una vida de silencio y de estar dentro de un monasterio, pero vine aquí y quise entrar al ver cómo se aman las hermanas. Eso es lo que me llenó el corazón. Realmente vi una familia, y de pronto había un hueco para mí. Eso lo he echado en falta en la película», puntualiza la hermana Sofía.
Pequeños detalles que no desmerecen la experiencia. «Quiero dar las gracias a la directora por haber reflejado la belleza de nuestra experiencia vocacional», concluye el coloquio la Madre Carolina. Es ella quien poco después lanza una llamada a las hermanas para la vuelta a lo cotidiano: «A las siete y media nos vemos en la capilla para vísperas». Cuando las hermanas se dispersan, con paso ligero, hacia la capilla, la sala deja de ser ese cine improvisado para retomar el ritmo ordinario de trabajo y oración que hemos osado interrumpir por unas horas. Pero algo queda suspendido en el aire, un eco que se niega a apagarse del todo, una grieta por la que asoma el misterio de que la vida contemplativa sigue viva.
Afuera, 'Los Domingos' continúa llenando salas y agitando debates; dentro, en este rincón escondido de Ávila, su historia se ha mezclado ya con otras treinta vidas reales que avanzan en silencio hacia la capilla. Es difícil no sentir cómo ese cruce fugaz entre pantalla y clausura ha revelado que, en tiempos que parecen inhóspitos para la fe, todavía hay jóvenes que responden al amor de Dios. Y mientras suenan las primeras notas de vísperas, una certeza se impone: la película acaba, pero la llamada no. Nunca lo hace.