Un Estado fallido
Nada de lo que ha sucedido desde primeros de marzo, cuando el virus nos cogió totalmente desprevenidos, era imaginable. Nos creíamos seguros, protegidos por nuestro sistema público de salud, por nuestras instituciones, por nuestra fe en el progreso. Pero la pandemia ha demostrado la vulnerabilidad de la vida humana y la fragilidad de muchas de las certezas. Era imposible estar preparados para lo que venía. Ni en los peores sueños podíamos suponer que acabaríamos este año con un balance tan siniestro.
Pero una y otra vez la realidad ha superado todas las expectativas. Y una y otra vez los poderes públicos se han visto desbordados por la pandemia. El Gobierno ha optado ahora por traspasar sus responsabilidades a las comunidades autónomas, pero ello no es óbice para subrayar la mala, pésima gestión de esta crisis.
El Ejecutivo se refugió inicialmente en una negación temeraria del impacto de la pandemia y luego, cuando morían cientos de ciudadanos cada día, fue incapaz de suministrar material de protección al personal médico, negó la efectividad de las mascarillas, mostró una absoluta impotencia para proteger a los ancianos, no logró realizar los tests para detectar la expansión de la enfermedad y adoptó medidas erráticas y contradictorias que sumieron en el estupor a la población.

Cuando más falta hacía, las Administraciones del Estado cerraron sus puertas al público. No era posible jubilarse, obtener un certificado de defunción, renovar el DNI o, mucho peor todavía, cobrar el subsidio estipulado en los ERTES. La Justicia se paralizó y el Parlamento se quedó vacío. Las oficinas de la Seguridad Social o de Trabajo ni estaban ni respondían. Ni cogían el teléfono ni era posible concertar una cita previa. Sencillamente el sector público desapareció como si la tierra se lo hubiera tragado, mientras el sistema público de salud colapsaba.
Pero además la pandemia ha envenenado el clima de convivencia política, generando un grado de crispación que ha superado todo lo que habíamos visto hasta la fecha. Ello ha aumentado la desafección de los españoles hacia los partidos, que han dado un ejemplo lamentable de sectarismo. Todo demasiado triste para olvidarlo.

