San Juan Pablo II y San Juan XXIII, proclamados al culto de la Iglesia universal

La llegada del Papa Francisco desencadeno el segundo momento de entusiasmo al filo de las diez de la mañana. Después de besar el altar y rodearlo de incienso, el Papa se desplazo hasta el lugar donde estaba Benedicto XVI junto a los cardenales concelebrantes para darle un gran abrazo. El rito de la canonización precedió a la misa y tuvo su punto culminante en la solemne declaración papal, pronunciada en latín: «En honor de la Santísima Trinidad (…) con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los santos Apóstoles Pedro y Pablo, y la nuestra (…) declaramos y definimos santos a los beatos Juan XXIII y Juan Pablo II…».

La explosión de júbilo fue indescriptible. Era un momento de emoción vivísima para todas las personas en la plaza y la muchedumbre que se extendía por todos los alrededores hasta el río Tíber. Entre los peregrinos predominaban los jóvenes pero había también muchas personas mayores que habían afrontado las incomodidades para estar a cualquier precio junto a «sus» Papas en este momento.

Entre las personalidades destacas estaban el presidente de la República Italiana, Giorgio Napolitano, quien se había dirigido a su llegada a saludar a Benedicto XVI, como había hecho antes una persona menos conocida: sor Tobiana. Es la religiosa y enfermera que cuidó de Karol Wojtyla durante toda su vida desde que era arzobispo de Cracovia y que recibió las últimas palabras de Juan Pablo «el Grande» instantes antes de expirar: «Dejadme ir a la casa del Padre» .

Los Reyes de España, don Juan Carlos y doña Sofía , asistieron en primera fila a una ceremonia única: la canonización simultanea de dos Papas por primera vez en la historia, en la presencia de otros dos, un titular y un emérito, en una convivencia sin precedentes.

El relicario de Juan XXIII, con un fragmento de su piel, fue presentado al Papa Francisco por cuatro miembros de la familia Roncalli. A su vez, el relicario de Juan Pablo II fue llevado por Floribeth Mora, la costarricense curada milagrosamente de un aneurisma cerebral, acompañada de su marido Edwin. Era la representación ideal para el «Papa de la familia», como deseaba que le recordasen.

Aunque la ceremonia comenzó a las diez de la mañana, los peregrinos habían comenzado a hacer su entrada en la plaza de San Pedro, vaciada durante la noche por motivos de seguridad, a partir de las 5.30. Para evitar avalanchas, entraban ordenadamente en grupos controlados por equipos de la protección civil, parte de los 26.000 voluntarios que colaboraron en una jornada única. La mayor parte de ellos, igual que la mayoría de los 10.000 miembros de las fuerzas del orden, no pudieron ver nada de la ceremonia, pero facilitaron la alegría de un millón de peregrinos.