El último testigo del escenario del crimen de Los Galindos: «Fueron muertes primitivas, como la de Caín con Abel»

Ildefonso Arcenegui era un joven estudiante de Medicina que aquel 22 de julio de hace 50 años acompañó a su padre, el forense de Marchena, al cortijo de Paradas

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Vecinos de Paradas y familiares de las víctimas en el cortijo de Los Galindos ABC

A la llegada de la Guardia Civil sobre las cinco de la tarde de tal día como hoy de hace cincuenta años al cortijo de Los Galindos, en la zona conocida como el Palomar del municipio de Paradas, sólo localizaron un cuerpo brutalmente ... asesinado. Con heridas post mortem, incluso. Era el de Juana Martínez, de 53 años. Era la mujer del capataz de la finca, Manuel Zapata, que estaba en paradero desconocido. Los agentes de la Benemérita del cuartel de Paradas apuntaban a un crimen machista. Sin embargo, la llegada sobre las nueve de la noche de ese tórrido día en plena Campiña sevillana de la comisión judicial desde Marchena, que era cabeza de partido, cambió el escenario. Entre aquel grupo de personas estaba Ildefonso Arcenegui, un joven estudiante de Medicina de 23 años que iba acompañado a su padre, Alejandro Arcenegui, médico forense. Su trabajo de inspección ocular del cortijo permitió sacar a la luz tres cadáveres más: José González, tractorista de 27 años, su mujer, Asunción Peralta, de 34 años, y Ramón Parrilla, otro tractorista de 40 años. Tres días después apareció el cadáver de Zapata. Para Ildefonso, probablemente el último testigo con vida de la escena del crimen, aquello fue un escenario de «muertes primitivas, como la de Abel con Caín».

Cincuenta años después defiende que lejos del estereotipo de crimen perfecto por mantenerse sin resolver tras medio siglo, este médico de familia ya jubilado asegura que este caso fue «una investigación imperfecta, mala», y se decanta por un móvil económico o de dinero, frente a las teorías vinculadas a la droga (hipótesis de los legionarios) o pasional. Aquella tarde, la del 22, su padre, que ya estaba jubilado como forense pero siempre estuvo a disposición de la Justicia, lo llamó porque había que realizar el levantamiento de un cadáver en un crimen en Paradas. Y de estos casos «siempre se aprende», pensó aquel estudiante de Medicina. Ildefonso fue en el coche de su padre, mientras éste viajaba en un R-8 junto al juez de Paz, un oficial del juzgado, el secretario y el conductor.

La presencia del juez de Paz era circunstancial. La plaza del juez de Marchena estaba vacante y el juez que debió encargarse del asunto, el de Carmona, estaba de vacaciones. Primero pasaron por Paradas para conocer exactamente la ubicación del Cortijo en cuestión.

«Señoría, yo sé lo que ha pasado»

A la llegada al cortijo sobre las nueve de la noche, con mucha gente por allí (vecinos, familiares, curiosos,... aún la prensa no había llegado), el comandante de la Guardia Civil del puesto de Paradas traía una escopeta en la mano: «Señoría, yo sé lo que ha pasado». Era la escopeta de Zapata. Al que ya estaban buscando como culpable del crimen machista que allí se había destapado después de que un incendio del pajar hubiera llamado la atención de los trabajadores que estaban en el olivar del cerro Los Frailes haciendo «cuchillos». Serían sobre las cuatro y media. A la llegada a la casa de la finca descubrieron a la esposa del capataz brutalmente asesinada en la última habitación, a la que llegaron tras seguir el reguero de abundante sangre.

Él, mientras todos se agolpaban en torno a la casa del cortijo, decidió acercarse al pajar incendiado. La costumbre era esperar que se apagara solo con el paso de los días. Sin embargo, el hallazgo por su parte de lo que parecía un fémur ardiendo, lo que confirmaría su padre después, motivó la organización de una cadena humana para sofocar las llamas en esa parte. Allí estaba el cadáver carbonizado de José González y su mujer. Entre Ildefonso y José Zapico, empleado judicial desplazado a la finca y una de las personas que más sabía del crimen de Los Galindos, lograron bajar ambos cadáveres que estaban a unos dos metros de altura.

Ildefonso Arcenegui ABC

Tras esto, Ildefonso y su padre decidieron seguir el reguero de sangre que había en el camino buscando alguna huella de arrastre. Sólo se alumbraba la linterna del veterano forense. Descubrieron un montón de paja recién puesta junto al camino. Metió la mano y no encontró nada. En una segunda intentona, levantó la pierna de una persona. Era el cuarto cadáver. En este momento hizo acto de presencia en la finca un coche, modelo Mercedes, con los marqueses de Grañina, dueños del cortijo, y el administrador, Antonio Gutiérrez, quien también estuvo aquella mañana en las tierras porque había quedado con Zapata pero no llegó a verlo.

Fue una tarde noche «horrible, trágica», en un escenario «manipulado» antes de la llegada de la comisión judicial. Allí había demasiada gente. «No tuvieron que tocar nada». La investigación, llena de errores, fue dirigida por la Guardia Civil, aunque para Ildefonso debió recaer en la Brigada de Investigación Judicial de Policía de Sevilla, cuerpo más preparado para estos sucesos.

Aquella mañana, Zapata, como cualquier jornada, había repartido las tareas. José González tenía que arreglar la empacadora. Ramón y Antonio Fenet tenían que regar los garrotes de olivo. Zapata tras varias gestiones fuera regresó sobre las once. No se cambió la ropa porque esperaba visitas, la de Antonio Gutiérrez y el señor Seller, de la empresa de insecticidas Cruz Verde. Nunca llegaron a verlo. Zapata fue el primer en desaparecer de la escena y fue el primer sospechoso, casualmente. Ante el hallazgo del cadáver de su mujer, quien recibió un primer golpe con un hierro de la empacadora en la cabeza, la Guardia Civil dijo que probablemente el marido estaba herido y lo habrían trasladado a un hospital a Sevilla.

Ramón Parrilla, sobre las doce y por orden de Zapata a José, que tras regar los garrotes tenía que ir a otra finca familiar a Dos Hermanas por agua potable. Vuelve sobre las tres y pico. Dejó la pipa con agua junto a la casa del capataz, y sin parar fue a meter el tractor en la sala de máquina, donde recibió un disparo de escopeta en el pecho, que paró cruzando los brazos. Era un tiro mortal pero se salvó momentáneamente. Salió corriendo hacia la casa de Zapata, pero estaba cerrada. Siguió por el camino, donde fue zancadilleado y posteriormente rematado.

Según la hipótesis de Ildefonso, Zapata debió ser el primer asesinado porque ni el administrador ni el señor Seller llegaron a verlo a pesar de haber quedado con él aquella mañana. La teoría de que Zapata era el culpable y centrar todos los esfuerzos de la Guardia Civil en buscarlo fue un tiempo perdido, «perdiéndose pruebas en este tiempo». Su cadáver fue hallado tres días después en una zona de la finca ya inspeccionada previamente, por lo que cobró fuerza que el cuerpo sin vida fue movido posterior a su asesinato.

Sin juez

Mientras la investigación policial fue de teoría en teoría, la judicial no arrancó tampoco con buen pie. Mientras el juez de Carmona volvía de vacaciones, se hizo cargo el de Écija, pero no le prestó mucha atención. La historia de despropósitos culmina con la pérdida de los 1.300 folios del caso en el traslado de Marchena a Sevilla para su archivo años más tarde. En 1995 el caso prescribió tras muchos años cerrado judicialmente a la espera de nuevas pruebas o testimonios.

Entre tanto y hasta nuestros días, con el libro publicado por el hijo del marqués en 2019, se han ido regando distintas hipótesis. De Zapata a José González, la droga que allí guardaban los legionarios, el trapicheo de trigo, los libros de cuentas desaparecidos y el sicario Curro de Utrera enviado para matar a Zapata porque había descubierto una doble contabilidad en la finca y se lo quería contar al padre de la marquesa, del que provenía que era el sostén económico de aquel matrimonio. Es la última teoría defendida por el hijo del marqués, Juan Mateo Fernández de Córdova.

Ildefonso Arcenegui se decanta por el motivo económico y ve «descabellado» la idea de la mano de un asesino a sueldo, porque fueron «muertes primitivas, como la de Caín a Abel. Caín lo mató con una quijada de un animal. Aquí se usaron un hierro de una empacadora. Sólo se emplean armas del cortijo». Y este joven estudiante de Medicina hace cincuenta años deja una última conclusión: si el juez de Marchena hubiese estado desde el principio «el caso se hubiese resuelto o investigado mejor». «Todo era primitivo».

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