De ruan | lunes santo
Las dos primeras veces
Corría el rumor que los penitentes con cruces más pesadas daban el cambiazo al salir del baño en la Catedral
Viernes Santo de Sevilla, en directo
Vecino del barrio de Santa Cruz y hermano de la homónima Real, Antigua, Ilustre y Fervorosa Archicofradía de Nazarenos etcétera, donde no era posible encasquetarse un capirote hasta la preadolescencia por el reconocimiento al que obliga el ruan negro, el niño que uno fue a ... finales de los setenta procesionó –la RAE admite este verbo que el corrector subraya en rojo– por primera vez un Lunes Santo, cuando de la iglesia de Santiago salía una hermandad que todo el mundo conocía como El Rocío. En la esponjosa mente infantil, además, la congregación y la familia BG que obtuvieron la papeleta de sitio por su condición de residentes en la calle Imperial, formaban indisoluble unidad con las yemas de San Leandro del convento aledaño que invariablemente nos hacían llegar por Navidad, costumbre que perpetúa el heredero Miguel.
Era aquella cofradía de El Rocío –eso de La Redención o El beso de Judas estaba por asentarse– célebre por la abnegación de sus penitentes, que debían de ser pecadores muy contumaces a tenor de lo pesado de su carga, ora media docena de cruces atadas con cinta aislante ora dos troncos enormes entrecruzados con bastedad; y muchos agravaban su estación arrodillándose en cada parada, lo que debía dejarles los cuádriceps en rompan filas antes de llegar a La Campana. Cuenta la leyenda, que muchos listillos aprovechaban el paso por la Catedral para, a la salida del urinario y con el anonimato inherente al antifaz, agarrar una crucecita común para el camino de vuelta y obligar así al meón más lento a cargar con los maderos más macizos. Si non è vero, è ben trovato … pero seguro que alguna vez ocurrió.
La amistad de M., el abuelo de los BG, con mi padre propició otra primera vez mucho más memorable una década después y en una de esas hermandades emblemáticas donde el quebranto mínimo de una norma puede acarrear un serio disgusto. M. era de una rectitud insobornable pero, ¿quién no hace excepciones por sus nietos? Acababan de cumplir la edad permitida para salir de nazareno y el yayo, que siempre ayudaba a todos, cobró un par de favores para facilitarles un sitio preeminente en la cofradía.
Uno de los hermanos, ay, cayó enfermo pocas horas antes de la salida. El médico era inflexible: con 40 de fiebre, no había tutía. Me vi forzado a suplantar a mi amigo, pues una defección le haría perder el privilegiado emplazamiento, no sin antes jurarle a M. que no iba a hacer nada que comprometiese su buen nombre en la hermandad. Mi padre, de natural flemático, me lo explicó con menos circunloquios: «Como hagas una sola tontería, te parte la cara». Tal era la presión a la que presentó aquel joven nazareno, sin vocación e improvisado, que el vientre dijo basta. Mediado el recorrido, el diputado de tramo de uno de los cortejos más austeros de toda la Semana Santa recibió una señal de auxilio y tuvo que pedir a los representantes de una hermandad que presentaba estandartes al paso permiso para ensuciar el baño de su templo.
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