El cuadro
En aquel rincón de la pared ocre siempre está. Unas manos, cuyos dedos hoy comienzan a dar síntomas de artrosis, un día decidieron colocar en la habitación una frágil foto del Señor con su túnica persa, sacada de una revista
Sevilla
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Iniciar sesiónComo en 'El rito y la regla', hoy la memoria hiere. En un viaje a sus entrañas la travesía se detiene en una nueva estación, desvencijada, octogenaria. El viento la golpea, a veces, con demasiados nudos. Pero ahí sigue, no tan erguida, pero ... en pie y con fuerzas, o al menos ese es su convencimiento. En la singladura a las entretelas del alma te das cuentas de los discípulos de Dios que caminan por la faz de la tierra. Sus manos dejaron ahí las manos que soportan el mundo y el peso de sus pecados abrazados a una cruz sobre su hombro izquierdo. El que siempre estuvo presente, pero detenido por las manecillas del reloj, el que siempre te protegió del frío sin ser consciente de su abrigo.
En aquel rincón de la pared ocre siempre está. Unas manos, cuyos dedos hoy comienzan a dar síntomas de artrosis, un día decidieron colocar en la habitación una frágil foto del Señor con su túnica persa, sacada de una revista. En el marco no encuentras pan de oro ni volutas entrelazadas de la madera, sólo el oficio del viejo marquetero cuyo nombre hereda de la abuela. Las esquineras son lazos de seda del amor materno. No hay un paspartú que embellezca la imagen. Con aquella Imagen sobra. Ahí, como Giradillo del amanecer del sol de la Campiña, siempre estaba vigilando los cimientos de todas las quimeras que el niño construye y el joven dispara. Alguien llama a la puerta de la conciencia y dispara: «¿Desde cuándo lleva el Señor vigilando el cuarto que guarda tus secretos?» Y cuando te cimbrea el alma como el palio de la Concepción en la Madrugada de la ciudad, tomas conocimiento de que el Señor que viste de malva, como dijo el pregonero, te acompaña desde antes que tú así lo decidieras. El Señor es el Señor y tu madre es su mejor discípulo.
Ella te puso delante de tus ojos la estampa que iba a presagiar tu devoción. Mientras ese interrogante martillea tu interior, alguien te llama con exquisita educación. «Perdonen, ¿pueden ayudarme? Mi madre vivía en un piso de renta antigua, pero murió. Duermo bajo el puente. No tengo nada que llevar a mi familia».
«No tengo nada» Es la respuesta automática que suelta la miseria del hombre envuelto en las prisas de la vida. Tus pies no paran. Pero un seísmo remueve tu alma. Estás hablando del Señor y uno de sus hijos, de los descartados, pero hijo suyo, te pide ayuda. Frenas en seco. El Gran Poder de Dios golpea en el momento justo, no hiere, pellizca. En Él está tallado: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». No hay mayor mandamiento que éste.
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