De ruan | domingo de ramos
Entrar con buen pie
Nadie se queda fuera, porque todos participamos de esa felicidad contagiosa de los nazarenitos. Seamos quienes semanos y profesemos la fe que profesemos
El lector, siempre amable, sabrá disculpar el arrebato de confesión particular del autor: soporto cada vez peor a todos esos con pose estudiada de jartibles que van diciendo desde el Domingo de Ramos que esto se está acabando. ¡Y todavía no ha empezado! Es tal ... el regusto por la memoria y el recuerdo nostálgico del tiempo que fluye como inaprehensible agua entre los dedos que esa melancolía les impide disfrutar el momento como se merece. Y el Domingo de Ramos es para disfrutarlo.
Porque el escándalo de la cruz, el ajusticiamiento del inocente al que todos dan de lado, no se explica sin esta efusión de alegría espontánea que los evangelistas narran sobre la entrada triunfal en Jerusalén a lomos de una cría de asno que resaltaba la condición regia de quien la montaba. Esa algarabía que percibimos en los relatos de la Pasión es la misma que nos despierta el cortejo de la Borriquita con su procesión de palmas, de cirios a la medida de las manitas gordezuelas que van aprendiendo a sujetarlo al cuadril, con los capirotes levantados y el reparto de caramelos, estampitas, golosinas, lo que sea con tal de regalar a espectadores, a amiguitos, a familiares, a quien sea…
Esa es la clave. Nadie se queda fuera, porque todos participamos de esa felicidad contagiosa que expresan los semblantes de los nazarenitos, de ese recorrido por la gloria de la ciudad engalanada, en muchos casos, por vez primera. Seamos quienes seamos y profesemos la fe que profesemos: allí estamos todos para recibir la Semana Santa, esa resurrección interior que conecta con la Resurrección de quien nos abrió las puertas del cielo.
Para muchos sevillanos, la 'janua coeli' se abre en San Lorenzo: en el mejor rincón de Sevilla donde el Señor ha bajado del altar y aguarda, cabizbajo y maniatado, los besos amorosos de sus hijos amados. Esa cola de endomingados, algunos portando las ramitas de olivos con que han aclamado en la procesión inicial de la misa de palmas, representa para los millares que aguardan pacientes su turno la entrada triunfal en la Jerusalén terrenal que es Sevilla por una semana.
A los pies, una alfombra roja moteada de azahares tardíos desparramados de los árboles que flanquean la puerta de la parroquia. Sobre la cabeza, un cielo azul purísima que presenta su mejor cara. Y en el ánimo, la honda satisfacción de haber llegado a vivir otra Semana Santa más, de poder disfrutar de lo inminente, de lo que aparecerá vívido nada más cruzar el umbral del atrio de los gentiles que es la propia plaza.
No hay mayor emoción que esa: ese simple gesto de penetrar en lo sagrado nos predispone al encuentro, a una teofanía particular que cada uno vivirá a su manera. Así que entremos con buen pie en esta Semana Santa para que no nos pase como a los niños de la parábola evangélica y acabemos sin bailar cuando toquen la flauta para nosotros y sin llorar cuando entonen lamentaciones. Tan sencillo como eso.
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