En cuarentena
En tiempo y sin forma
La Magna fue historia de Sevilla, pero ya pasó. La consumimos y andamos ávidos de volver a probar el rito de siempre
La Semana Santa es hija de su tiempo. Quizá es eso lo que la convierte en la fiesta total que, con el trasfondo ineludible del hecho religioso, incardinado al antropológico y a la tradición que se va legando en el tiempo, se adapta a las ... modas. Y es aquí lo controvertido de encontrar el equilibrio de mantener el canon que no rompa su esencia y que se pueda adaptar a los gustos del momento. Por eso, el éxito que le atribuimos a la Semana Santa en lo cuantitativo es indirectamente proporcional al pesimismo que sugiere en lo cualitativo. Somos más, todo es más sofisticado y espectacular, se ha llegado a sublimar lo artístico en lo patrimonial, en lo musical y en el compás de los propios pasos. Pero, bajo esa envoltura que es en realidad como una pompa de jabón, el vacío interior es más grande de lo que lo ha sido nunca. Hemos desproporcionado la fiesta en lo tangible hasta convertirla en un bien de consumo de usar y tirar.
Les pongo un ejemplo que confirma el porqué de esta reflexión aparentemente pesimista y rancia. Este año se cumplen 30 años de un hecho histórico como fue el encuentro de las dos Esperanzas a causa de la lluvia. Fue algo fortuito, improvisado, irrepetible. O no. Hemos retorcido el calendario y las medidas que nos han ajustado durante siglos de supervivencia para repetirlo. Hemos forzado ese encuentro por decreto, y lo hemos multiplicado por cuatro, o por ocho. La Magna fue historia de Sevilla, pero ya pasó. La consumimos y andamos ávidos de volver a probar el rito de siempre, cuando a la una de la tarde se abran las puertas del Porvenir, y ahora también de San Julián, en el comienzo de todo. Que ya tampoco lo es, porque hay dos jornadas previas extraordinariamente ricas en lo popular y en lo devocional. Y que, a su vez, han comenzado a tener otras vísperas en estos fines de semana con medio centenar de cultos externos y traslados con banda que han opacado al acto central de la Cuaresma, que se ha diluido en el mundanal festero de esta ciudad que cree que le cabe todo, y en realidad ya no le entra nada. Porque en esta Sevilla desproporcionada, con cofradías de 4.000 y 3.000 nazarenos, también le han metido con calzador procesiones piratas, que así se denominan sin eufemismo alguno. Porque no vienen a cubrir ningún vacío espiritual, sino que fomentan el juego y el manoseo a una Semana Santa a la que le hace falta mirarse hacia dentro y no tanto hacerlo todo hacia afuera. Una fiesta eterna que no morirá nunca, pero que acabaremos legando en tiempo pero sin forma.
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