Primer tramo
Cómo hemos cambiado
Hemos aprendido a convivir con una Semana Santa de calles valladas, e incluso aforadas hasta vaciarlas
A las cinco y media de la mañana del 21 de abril del año 2000 cambió nuestra historia. Un estruendo recorrió como un escalofrío el alma de la ciudad, quebrando para siempre el sosiego y la calma de su noche más emblemática. Nadie sabía dónde, ... nadie sabía qué. Nadie conocía a nadie. Todo se cayó como un castillo de naipes en el lapso de tiempo entre la apoteosis vivida con el Cristo de las Tres Caídas en la Campana y la llegada de la Esperanza de Triana. Un nazareno de los Gitanos con la insignia del último tramo del Señor de la Salud apareció en mitad de aquella plaza asolada, con las sillas amontonadas y el público tirado por el suelo, presos dentro de una ratonera. En la calle Gravina hubo nazarenos del Gran Poder subidos en los barrotes de las ventanas. Aquella ola de pánico que recorrió el corazón de Sevilla se quedó sin respuestas. Y esa fue la causa de los males que acecharon, y siguen haciéndolo, a nuestra fiesta más grande. A quienes estábamos en la Campana en aquella Madrugada fatal aún nos sube la adrenalina cuando, con la Esperanza parada en mitad del pasillo central, alguien gritó después de recomponernos: «¡Viva la Esperanza de Triana! Vamos a tranquilizarnos, señores». Resuena el eco de la voz de Chano Amador en Onda Giralda narrando el episodio, llamando a la calma: «La Policía está cargando». Han pasado 25 años y nos inquietamos cada vez que vemos la Luna de Parasceve del Jueves Santo y el público empieza a cambiar la indumentaria. Llegan las masas pertrechadas hacia el Centro y se van las familias. La ciudad tiembla.
Un cuarto de siglo después hemos aprendido a convivir con una Semana Santa de calles valladas, e incluso aforadas hasta vaciarlas. Nos han cerrado los bares en la Madrugada y, lo que antes eran simples cruces problemáticos por los parones y el horario, ahora son serios problemas de seguridad, cuyo concepto general se ha adueñado de todas las decisiones. Bajo ese paraguas está guarecida la organización de una nueva Semana Santa mucho más compleja, menos dada a la improvisación, medida hasta el extremo en tiempo y forma.
La sofisticación que hemos desarrollado va muy en relación con la pauta que dicta un nuevo organismo creado ex profeso tras aquellos sucesos de la Madrugada del año 2000, que es el Cecop. Es el nuevo rito y la regla de este milenio que estrenamos corriendo, huyendo de un fantasma que ha aparecido a la misma hora, en los mismos sitios, obligándonos a estar alerta en nuestra noche más emblemática.
Y, al mismo tiempo que la Semana Santa ha perfeccionado sus engranajes más sensibles, ha vivido en estos 25 años una desproporción numérica de participantes que ha contribuido a calibrarla hasta la extenuación. Todo está cronometrado en una sincronía imperfecta porque aquí no hay (o debería haber) más ciencia que la devoción y la fe. Un carisma que también se ha desvirtuado en favor de la espectacularización. Las cuadrillas y las bandas, las petaladas y los gritos... Todo forma parte ya del paisaje habitual de cada día, tan preparado que a veces suena a artificial. Todo va al compás de un metrónomo que nos ha marcado el son de cómo esperamos la Semana Santa.
Hoy salimos a consumir los pasos, no a ver cofradías. Y hay quien sale a ver un determinado paso por lo que lleva debajo o lo que va detrás. O por cómo va vestida la imagen. Porque el hecho religioso ha quedado reducido a tertulias que destripan la estética de una Virgen o si un Cristo debe ir con túnica bordada o sin ella. Ninguno estamos libres de pecado a la hora de rallarnos en la superficialidad de la fiesta.
Hoy, en este purgatorio que es la Cuaresma, y a las puertas de la Semana Santa del primer cuarto de siglo, podemos decir en alto cómo hemos cambiado. Veinticinco años después, todo es distinto. Salvo Ella, que igual que ayer permanece. Dicen que por abril, volverá a cumplir 19 años, como cuando estrenamos el milenio de la mano del poeta.
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