EN CUARENTENA
Antonio
El enjuto anticuario es un hombre sencillo, discreto, hasta tímido. Un sevillano anónimo. Pero cumple cada año con una liturgia inigualable
Con ademán parsimonioso, sin estridencias, como es él, entorna con levedad la puerta de El Pianillo, su tienda de antigüedades, echando mano del esmero necesario para no tirar con el aire que la hoja genera los carteles de época que cortejan la entrada. Al cargo ... se queda Manolo Vanelli, que ordena libros del siglo XVIII encuadernados en pergamino. Desde esa estrechez del arranque de la calle Feria, camina con aire huero, casi insustancial, hacia la plaza de los Carros. A la altura de la primera de las tres puertas del Vizcaíno, un viejo amigo lo para a preguntarle por un par de jarrones que semanas atrás había vendido en su puesto del Jueves. La charla sobre el precio de los floreros de porcelana, sin duda prohibitivos, no difumina su pensamiento casi exclusivo de este tramo final de la Cuaresma. Madrugada. El Viernes Santo se aproxima. Ella.
El enjuto anticuario es un hombre sencillo, discreto, hasta tímido. Es lo que se dice un sevillano anónimo. No da pregones ni viste trajes a medida ni gasta botes de gomina para disimular el vacío con brillo pegajoso. No eleva el tono ni discute ni pontifica ni se golpea el pecho con alharacas. Pero cumple cada año con una liturgia inigualable, envidiable e intensa que sustancia su pulso acelerado de estos días, aunque no termine de ser del todo consciente de la dimensión de su gloriosa tarea. Más allá de ser hermano prácticamente desde que nació, como lo son su mujer y sus tres hijos, lleva más de treinta años actuando como auxiliar del paso de la Macarena. Pero no uno cualquiera. No. Ni mucho menos. Es 'el escalera', el responsable de que la candelería mantenga su llama desde media hora antes de salir de la basílica hasta la amanecida por San Pedro, ya con los guardabrisas a punto de estallar de gozo. Si el azote de una levantá apaga un blandón, vuelve a encender. Si los pétalos ahogan una de las lumbres, se eleva por los peldaños de la escala que transporta al hombro toda la estación de penitencia para apartarlos y resucitar el pabilo. Una y otra vez. Siendo la única persona con el privilegio infinito de subir momentáneamente al cielo y colocar su mirada justo a la misma altura de los ojos de la madre del Dios sentenciado, cara a cara, mimándola mientras alumbra su trayecto. No hay suerte comparable ni encomienda más eminente.
Durante toda esa noche sin oscuridad de cada año, es el heraldo del amor, es el capataz de la felicidad, es el monarca de la fortuna, es el alcalde del fervor popular y es el guardián de la fe de Sevilla. Él realmente no lo sabe, pero a sus 62 años Antonio González Silva es la persona más importante de la faz de la tierra porque se encarga, sencillamente, de mantener encendida la luz de la Esperanza.
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