La nostalgia del gozo la explicó Joseph Peyré: «Toco aquí uno de los secretos de la tristeza de Sevilla»
Comentario de texto
«La Semana Santa no es tan sólo una fiesta sino un auténtico modo de vida, una transfiguración de los días y las noches», esgrimía el reconocido autor francés en el clásico 'La pasión según Sevilla', de 1953
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¿Escribir de lo vivido o revivir lo escrito tras haberlo vivido? He ahí la cuestión. Respondió a las dos a la vez hace décadas una de las plumas extranjeras que mejor supo absorber cada átomo de desesperanza que se respira cuando ya no hay ... pasos flotando por el aire de las calles ni en plaza alguna. Todas las respuestas las incluyó Joseph Peyré en 'La pasión según Sevilla', una obra con la que este escritor francés se dirigía tras haber andado para contar, al más puro estilo Chaves Nogales, a su país, el galo, con el fin de explicar los misterios, leyendas y también muchísimas verdades acerca de la fiesta y todos los ritos que la rodean. Su éxito se debió a que pese a no haber nacido aquí, de su escritura tan cercana podía sonsacarse que parecía haber sido bautizado en la Magdalena. Su producción literaria comenzó mucho antes de aquel título, dado que desde 1922 ya constan publicaciones sobre este novelista francés al que le cautivó no sólo la Semana Santa, sino especialmente la tauromaquia. A razón de ello le concedieron el premio Goncourt por aquella novela que llamó 'Sang et lumières', esto es, 'Luces y sangre', con la que también glosó la fiesta nacional en 1935.
Ahora que hemos escuchado el último jipío lejano de la Soledad mojando cada estípite habido y por haber en cada hornacina de San Lorenzo, muchos cofrades se sentirán identificados plenamente por la brillante prosa de Peyré en la que se hace alusión al gozo que fue. Lo pasado y nunca recuperado hasta que sea el tiempo quien nos vuelva a emplazar a la hora nona de las cofradías: la melancolía frente a nuestros propios espejos. La añoranza echándole un pulso a nuestras historias. La evocación de algunas penurias acaso emocionales. Sólo así es posible descifrar cada una de las referencias de 'La pasión según Sevilla', cuya edición publicó la editorial sevillana Castillejo, y que fue traducida por el reconocido autor José Luis Ortiz de Lanzagorta —ya saben, quien coordinaba aquella extraordinaria revista de Primavera, en la que solían colaborar voces poéticas de primerísimo nivel como las que representan Juan Sierra, Joaquín Romero Murube, Rafael Laffón o Isidoro Moreno, entre otros—.
Describir la nostalgia del deleite es una de las misiones más complejas que hay en el territorio de esas infancias zaheridas que han vuelto a sentirse más solas si cabe que la mismísima Soledad, porque todo tiene un principio y un final: el que marca el Señor de la Resurrección de Santa Marina, hoy un brazo apuntando al Vaticano, ahora que la Piedad de Miguel Ángel tiene la mirada más perdida que la del Baratillo; y otro directo a nuestras propias almas. Ya volverá. Ya habrá tiempo para firmar la Paz por el Porvenir con la venia de la primavera. En uno de los epígrafes del libro antes mencionado, Peyré asegura encontrarse a sí mismo por la céntrica calle Amor de Dios no solamente cansado, «sino que experimentaba la vacía sorpresa y la indecible tristeza que se apodera entonces de la ciudad y penetra en todas las almas. Ya que, la Semana Santa no es tan sólo una fiesta sino un auténtico modo de vida, una transfiguración de los días y las noches». Para el escritor francés, «decir que los grandes Cristos y sus Vírgenes frecuentan Sevilla, sus barrios y sus calles, durante seis días y seis noches, es decir poco». Y hace una remembranza extraordinariamente atinada de lo que es el encantamiento de la propia ciudad, su embeleso más primitivo, conduciendo a cada vecino francés, y por ende a todos los sevillanos, a un recoveco final que no es ni más ni menos que una de las mejores confesiones literarias que se conocen.
'La Passion selon Séville', por Joseph Peyré
«Ha sido tan intenso, tan largamente conducido, tambor, tambor, cruz, Crucificados, Vírgenes de estrellas, filas de capirotes blancos o negros, lentos y porfiados en su largo camino de ultratumba, con las lágrimas de sus cirios, contragolpes, paradas jadeantes, saetas desgarradoras, golpes de manto, reanudaciones acompañadas de sacudidas y el arrastrar de la pena de los costaleros, tambor, instrumentos de metal, tambor. Ha durado tantos largos anocheceres y tantas largas noches que en vano sería pretender librarse de ello en unas pocas horas. De nuevo bajo las tinieblas, las de las callejuelas y de las plazas con los naranjos rendidos a la miseria de este mundo como si los ángeles no hubieran pasado, el oído busca el tambor, el recreo en el batir de su sangre, los ojos se cierran para reencontrar el deslumbramiento de los palios y de las candelerías ardientes. El perfume celeste, aromas, incienso, cirios cálidos, claveles, lirios y rosas, flores de naranjo y de acacia, y ornamentos de iglesia expuestos al rocío del río, este perfume esencial de la Semana Santa, persiste y se pega a nuestros labios como lo hace el olor a sal de la playa en verano. No podréis concebir ninguna otra utilidad para vuestros días, ni ningún otro gusto a la vicia. Con toda la ciudad, giraréis alrededor de no se qué vacío de naufragio. ¿Esperar un año antes de volver a ver los camiones descargar las tablas de los palcos y tribunas, antes de sorprender un paso, con sus figuras bajo fundas blancas, a través de una callejuela? ¿Un año, antes de ver a la Amargura reaparecer en el umbral de San Juan de la Palma? ¿Esperar un año la vuelta de la fiesta? Toco aquí uno de los secretos de la tristeza de Sevilla, que dura mucho más que la alegría, pero que la primera visión de la Semana Santa es suficiente para conjurar; lo sé por haberlo sufrido yo mismo».
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