Mujeres de la pasión
María Magdalena, apóstol de los apóstoles
La tradición la identificó con otros personajes, como la mujer de la que expulsó Jesús a siete demonios, la adúltera salvada de la lapidación, la ungidora de perfumes o María, hermana de Lázaro y Marta de Betania

Jesús le dice: «No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Pero, anda, ve a mis hermanos y diles: «Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro». Y María la Magdalena fue y anunció a los discípulos: «He ... visto al Señor y ha dicho esto». Juan, 20, 17-18.
Sólo cinco pasajes de los evangelios canónicos citan a María Magdalena, cuatro de ellos ligados a la Muerte y a la Resurrección. Todo lo contrario a lo que acontece con los textos apócrifos, pues la encontramos con profusión en los llamados Evangelio de Tomás, la Sabiduría de Jesucristo, el Diálogo del Salvador y Pistis Sofía o el Evangelio de Felipe, siempre como la discípula perfecta. Incluso se le atribuye un texto gnóstico, escrito por ella misma.
La tradición la identificó con otros personajes, como la mujer de la que expulsó Jesús a siete demonios, la adúltera salvada de la lapidación, la ungidora de perfumes o María, hermana de Lázaro y Marta de Betania. No le ayudó que Magdala fuera una ciudad portuaria célebre por sus tabernas y casas de mala nota, ni la fusión con santa María Egipcíaca, santa del siglo V, que se había dedicado a la prostitución y se retiró al desierto a expiar sus culpas. Fue el papa León Magno, a finales del siglo V en su célebre homilía número 33, quien la presentó como pecadora arrepentida, iconografía perpetuada en las manifestaciones artísticas. La cueva. La calavera. El crucifijo. Los harapos. Los cabellos y el cuerpo enjuto. Es la Magdalena penitente, un apelativo que retirará el papa Pablo VI del calendario litúrgico.
Sevilla no es ajena a su complejidad, y cuento dieciséis representaciones de María Magdalena, con diferentes atributos y actitudes, procesionando por nuestras calles desde el Viernes de Dolores al Sábado Santo. A saber: Bendición y Esperanza. La Misión. La Hiniesta. Santa Marta y Las Aguas. Siete Palabras, Lanzada y Buen Fin. El Valle y la Quinta Angustia. Carretería, Montserrat y Sagrada Mortaja. El Sol, Trinidad y Santo Entierro.
El Domingo de Ramos, la Magdalena de Castillo Lastrucci en San Julián no se esconde bajo ropajes, y me evoca esa obra de Ribera que siempre busco en el Museo del Prado, suplicando que las rotaciones de la inabarcable colección no me lo hurten en aquellas horas o días que pasaré en la capital. Un tratado de Teología cabe entre la poderosa mujer de la Hiniesta y la del Arenal, donde la Magdalena de la Carretería es una preciosa adolescente de ojos azules, con cuellecito de encaje de romántico uniforme. También entre la Magdalena del Polígono Sur y la muy espiritual que desmaya Darío Fernández en el Buen Fin, los ojos entrecerrados o entreabiertos, y abrazada a la cruz de San Antonio de Padua. No hay quien me convenza de que no lleva allí trecientos años por lo menos, ni siquiera mi memoria, pues presencié su estreno bajo un cielo roto como el del Viernes Santo del Gólgota.
Porque, ¿son la misma mujer la solemne Magdalena de Montserrat, cáliz en mano, y la que Ortega Bru situó en el traslado al sepulcro en una postura imposible? Desencajada, nos mira a quienes la miramos, impresionados por su rostro cerúleo, mientras intenta recoger la mano del Señor de la Caridad para que no se pierda su sangre. Sigo a esos dedos y me recuerdan, como un yomeentiendo de mi querido Victor García-Rayo, a la Creación de Miguel Ángel para la Capilla Sixtina vaticana. A Magdalena las gotas se le escapan, pero se consuela al verlas cristalizar en la rosa de Iñaki. La rosa de los difuntos de la Hermandad de Santa Marta.
Muy cerca de allí, mediando la calle Cervantes, Juan de Astorga imprime a Magdalena un carácter derrotista, incapaz de mirar a Longinos atravesando el costado del Señor de San Martín. También Luis Álvarez Duarte nos la muestra en Las Aguas, sudario y corona de espinas en cada mano, incrédula, como si necesitara mirar los atributos de la Pasión para darse cuenta de que todo se ha consumado como Él dijo. En la Quinta Angustia, Pedro Roldán me sugiere a una mujer disciplinada y resignada, reconcentrada en la pena cuando sostiene el sudario. Dicen que también la Magdalena de la Sagrada Mortaja, la que todos los días del año a los pies del ciprés trabaja como una más para ser útil a María, pudo salir de su taller.
Aparece como una mujer de envergadura, seguramente porque es el primer día de la semana en que la vemos en pie, en la Vía de la Amargura del Valle. Agarra el cáliz con fuerza, y un escalofrío me sacude al ver las ondas de su cabello que caen como dos serpientes, recordándome que, en un par de horas, estaré en San Lorenzo. Y llega el Sábado Santo. María de Magdala se recompone y no se rinde. A pleno Sol, trata de distraer a María y al joven Juan, con una sacra conversazione de las que tanto gustan a mis admirados José de León y Manu Lamprea. En San Gregorio, sigue pendiente de María y de las demás mujeres, olvidándose de ella misma.
Apóstol de los apóstoles. No lo digo yo. El primero en acuñar ese título fue Tomas de Aquino. Y San Juan Pablo II, en la carta Mulieris Dignitatem la definió como «la apóstol de los apóstoles, pues en la prueba más difícil de fe y fidelidad de los cristianos, la Crucifixión, las mujeres que lo seguían demostraron ser más fuertes que ellos».
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