Mujeres de la Pasión
Hosanna, el canto del gallo y una despedida en Triana
¿Quiénes fueron las mujeres que vivieron de cerca la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús? ¿Cuál fue su papel durante aquella trágica semana? ¿De dónde venían y a qué se dedicaban?

Llevaron el pollino, le echaron encima los mantos y Jesús se montó. Muchos alfombraron el camino, otros llevaban ramas cortadas en el campo. Los que iban delante y detrás gritaban: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que llega, el ... de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!». Marcos 11, 7-10.
¿Quiénes fueron las mujeres que vivieron de cerca la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús? ¿Cuál fue su papel durante aquella trágica semana? ¿De dónde venían y a qué se dedicaban? Muchas de ellas comenzaron a seguirlo en su ministerio en Galilea. Algunas, con importantes recursos materiales, solventaron las necesidades de un grupo cada vez más numeroso. Las más cercanas sirvieron en el cenáculo y arroparon a María en el Gólgota y camino del sepulcro. Preocupadas por cumplir con los ritos judíos de embalsamamiento, regresaron al amanecer del domingo para concluir su tarea y fueron testigos de la Resurrección.
Desde Sevilla, paso a paso ¡y nunca mejor dicho!, podemos completar un viaje prodigioso para conocer a las mujeres de la Pasión. Para empezar, del Salvador a las puertas de Jerusalén.
Cada Domingo de Ramos de mi infancia, mientras la impaciencia, un sol de justicia y los zapatos de estreno hacían eterna la espera en la calle Tetuán esquina con Rioja, me entretenía observando con admiración a los nazarenitos de mi edad o aún más pequeños. ¡Qué difícil era andar con el capirote y con el cirio! Los creía unos niños con super poderes. ¿Sería yo capaz? Lo comprobé muchas décadas después, pero esa es otra historia. Años después, una hebrea madura captaba mi atención. Se había echado a la calle a recibir a Jesús y me dijeron que era cariñosamente conocida en la Hermandad del Amor como Amparito. Ya lleva una década jubilada, y hoy ocupa su sitio en primera fila una joven madre de ojos claros, como los de su hijo, ambos salidos de las delicadas manos de Fernando Aguado. Lo coloca en primera fila, pero creo que ha pedido permiso a los que llevan un buen rato esperando:
— ¿Puede usted dejar al niño delante, para que vea bien?
El pequeño mira extasiado a Jesús, y abre la boca para decir Hosanna, nuestro VIVA en versión hebrea. La madre lanza su manto a los pies del elegante rabino subido en la burra.
Muy cerca, una niña lo señala. No lleva vestido de nido de abeja, pero sí sus mejores galas, porque la ocasión lo merece. Exultante, de vuelta a casa, la madre explicará quién es Jesús y por qué lo ama. Pero, cuando esa mujer se marche, los sevillanos echaremos en falta su alegría, y sólo nos quedarán en el resto de misterios los rostros de dolor y la honda pena de las seguidoras de Jesús.
Tres días después, nuestra ruta nos lleva de la calle Feria al patio de la casa de Anás. Allí, ante un fuego que los siervos y los guardias prenden para calentarse, una mujer interroga a Pedro.
— ¿No eres tú también de los discípulos de este hombre?
— Mujer, no lo conozco. No soy de ellos. No sé de qué me hablas.
La sirvienta es impertinente, pero su función en el relato de la Pasión no es desdeñable. Antes de que el gallo cante en Omnium Sanctorum, la hebrea del Carmen Doloroso retratará no sólo a Pedro, sino a quienes no tuvieron la valentía de dar la cara por su Maestro, por sus enseñanzas y por lo que hoy llamaríamos sus valores. Al fin y al cabo, la timorata escalera de negaciones de Pedro nos pone frente al espejo de nuestras propias contradicciones, aunque siempre cabe, como en su caso, el sincero arrepentimiento.
De Pureza a la calle de la Amargura. La mañana del Viernes Santo avanza al ritmo que impone el misterio portentoso de las Tres Caídas, cuando Álvaro y yo llegamos desde San Lorenzo con el tiempo justo para acompañarlo hasta el puente y dejarlo con sus vecinos que lo arroparán hasta el mediodía. Llevamos mucha noche y emociones en lo alto, y él me pasa su brazo protector por los hombros:
— Mamá, ¿estás muy cansada? Si quieres nos volvemos...
Pero siempre nos quedamos. Como la hebrea anónima con cara de dolorosa, abrazada por su hija que tiene los ojos claros, igual que los de aquella familia de la rampa del Salvador, ¡perdón!, de las puertas de Jerusalén. Estoy bastante segura de que son ellos y de que han vuelto, como nosotros, para despedirlo. Seguro que han sufrido el mismo escalofrío al verlo levantarse apoyando su mano derecha sobre el peñasco.
Hebreas o romanas. Ricas o pobres. Cristianas o paganas. Muchas de ellas son anónimas, y espero que el sabio Pablo Borrallo me ilustre sobre sus costumbres y su papel en la sociedad. Otras tienen nombre propio. Claudia Prócula. María de Magdala. Verónica. María Salomé y María Cleofás. Marta. De la Calzada al pretorio. De San Julián al Gólgota. De la Anunciación a la Vía de la Amargura. De San Andrés al sepulcro.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete