El día que Rafael Montesinos reveló que su padre salía en el Gran Poder
Comentario de texto
Lo hizo en el artículo 'El sevillano' publicado en el ABC Literario, en el que se refirió a los recursos líricos que empleó dos años antes para crear un clásico para los cofrades: 'El rito y la regla'
La seguidilla que Juan Sierra dedicó a la Amargura: «¡Ay, cristal de Sevilla / lazo y figura!»
Programa de la Semana Santa de Sevilla 2025
Aquel texto sigue encendiendo breve y absorta el alma de quienes lo leen en voz baja. Patio, túnica, madrugada. Recio y alto, altísimo el negro capirote. Aquel silencioso rito, «no aprendido, sino heredado, yéndole en la sangre / pues los siglos se ven hasta ... en la forma / de sujetarse el antifaz al rostro». Cualquier ensimismado de la pasión que nos entregó Rafael Montesinos es capaz de atrapar cada retazo de su nostalgia. Aprehender todas las luces que revive su vasto anhelo. Rendirse al paraíso perdido que un buen día le enseñó esa cernudiana voz que fue 'Ocnos' como principal fuente de inspiración. La suya es la de un poeta que hizo de su tierra el mástil al que asir sus más preclaros recuerdos. Vivió de lo que extrañó: enlazando suspiros por esa Sevilla que le quitó mil sueños en la capital; la misma ciudad que le recuerda a las puertas de cada Semana Santa que el silencio de sus Viernes sigue siendo igual o más rotundo que entonces. La cancela si acaso más cerrada. Porque la memoria sigue escogiendo el camino más corto para herirle.
El martes previo a la imposición de nuestras cenizas hubiera cumplido 84 años. Pero Rafael Montesinos ya difundió a toda España dos años después de crear 'El rito y la regla', a qué se atuvo para firmar en 1982 uno los poemas más certeros que se han recitado en toda la historia de la literatura cofrade. El dedicado al maestro Antonio Burgos, quien escribió sobre él que «leyéndolo, todos salimos con el alma medio rota y medio muerta en el amanecer de niebla lejana e irreparable de esta Madrugada de Dios». Allí donde la herida se hace paso por el umbral de su ser para recordar que aquellos Viernes quizá seguirían siendo Santos... pero ya diferentes. Esperó el escritor cinco años desde que vino la muerte a llevarse a su padre para hacerlo, y en 1984, en el suplemento ABC Literario a nivel nacional, firmó el ilustrativo artículo 'Un sevillano', donde revela todos los secretos y entresijos de aquella obra cumbre que tienen como figura central a su progenitor.
Es leer la prosa poética del maestro Montesinos, a ratos autobiográfica, a ratos intimista, y entender de inmediato lo que para él tuvieron que ser años irreparables. Reproducirla abajo fidedignamente permitirá desentrañar la lucidez de cada letra y cada emoción sentida de este fiel admirador de Bécquer, un nazareno del Valle que arranca la impronta en negro sobre blanco con una estampa costumbrista nacida de la guasa, continúa mencionando influencias musicales que pesaron en la vida del poeta, hasta que alcanza el penúltimo párrafo y es ahí, justo ahí, donde se abre en canal para contarlo todo. Al amparo de las tres letras que tanto lo acompañaron, dando voz a su destierro emocional, esa orfandad nunca elegida, otrora versos convertidos en exquisita prosa que explican algo que hasta entonces no se supo: que la cofradía en la que salía su padre era nada más y nada menos que la del Señor de toda Sevilla.
'El sevillano', por Rafael Montesinos. Publicado en el ABC Literario el 24 de noviembre de 1984
«Me contaba mi padre que en una de las visitas que hizo a nuestra ciudad Alfonso XIII, el monarca dio una recepción a la nobleza sevillana. (Téngase en cuenta que la Monarquía de entonces era más cortesana y pulida —como en el célebre verso de Manuel Machado— que esta de ahora, que es más de todos nosotros.) Había en la Sevilla de entonces una especie de Antoñito Procesiones, que se colaba en todos los actos lustrosos que se celebraban en nuestra ciudad. Era imposible controlarlo. El que hacía de jefe de protocolo mentaba por su nombre y apellidos al noble de turno, el cual, tras inclinarse ante su majestad, especificaba personalmente su título de nobleza: duque de tal, marqués de esto, conde de lo otro, etcétera. Aquel que iba nombrándolos se quedó helado, al comprobar que el célebre personaje de Sevilla se había colado en la fila. No le quedaba más remedio que dar su nombre, que conocía perfectamente. Y el mencionado, después de inclinarse ceremoniosamente ante el rey, dio su título:
— Suscriptor del ABC.
Yo no sé si esto sucedió así realmente, o si era una coña que gastaba mi padre, que era suscriptor de ABC, y que seguramente estará en su Gloria; porque si no lo está, ya se las arreglará él para alcanzarla.
Jamás trató mi padre de torcerme la vocacion, ni me puso trabas con índices estúpidos para que leyese tal o cual libro de su biblioteca. Desde mi más lejana infancia, él me hizo amar la música, a fuerza de escucharla. Beethoven, Mozart o Schubert, por ejemplo, no eran para mí unos nombres, sino unas notas precisas. Cuando la primavera me amenazaba con la cercanía de los exámenes y yo estudiaba fisica en la soledad del segundo piso, Chopin subía como un lamento por la oquedad del patio de los exámenes y yo estudiaba física en la soledad del segundo y me llenaba la tarde de tristeza.
Le gustaba vivir, y lo hizo a su aire. Cuando llegaba la Feria, solía decir que a él no le señalaba nadie tres días al año para divertirse. En cambio, a pesar de sus rachas de agnosticismo, era un ferviente partidario de la Semana Santa. En la noche del Jueves Santo, cuando yo llegaba con mi túnica morada del Valle, él bajaba solemne por la escalera de casa, con su túnica negra y su capirote, vertical y al revés, bajo el brazo. Allí mismo, en el patio, se despedía de mí, ya que una vez bajado el antifaz no había quien le sacase una palabra del cuerpo. Me explicaba entonces que las reglas de su hermandad le obligaban a escoger el camino más corto para ir a San Lorenzo. Aún me parece estar viendo su alta figura negra, de espaldas, bajo la filigrana de la cancela. Y en estos terribles Viernes de Pasión, lejos de Sevilla, cuando me derrumbo sobre mi destierro, la memoria que también tiene sus reglas— sabe escoger el camino más corto para herirme.
Con las cosas que se ven ahora, no creo que nadie considere estas palabras mías un acto de nepotismo, sino de amor. Es una deuda que tengo contraída con mi padre en este mismo periódico que recibía cada mañana. De él heredé el nombre y el gusto por la música, la poesía y la pintura. Y quiero pagarle un poco, solo un poco, lo mucho que le debo».
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete