mujeres de la pasión
Claudia Prócula, abogada de Jesús
Leí su nombre por primera vez en una página arrugada de ABC, mi tesoro para la Madrugada del año 1980
Hosanna, el canto del gallo y una despedida en Triana

Y mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó a decir: «No te metas con ese justo, porque esta noche he sufrido mucho soñando con él». Mateo, 27, 19.
Leí su nombre por primera vez en una página arrugada de ABC, mi ... tesoro para la Madrugada del año 1980. ¿Cómo olvidarlo? Por primera vez sería protagonista de aquello de lo que todos hablaban, que, hasta entonces, para mi comenzaba y acababa en el balcón de mis abuelos maternos en la calle Jesús del Gran Poder. En una Alameda de Hércules abarrotada, tomé conciencia enseguida de lo que venía al sentir la mano de mi padre que me agarraba con fuerza y un leve temblor de tierra provocado por la emoción de todos aquellos extraños.
Doblé mi programa de ABC con la lección bien aprendida y la infinita curiosidad me impulsó unos centímetros de puntillas para poner cara a su nombre. Enjoyada, vestía lujosas ropas de color pastel y suplicaba con desesperación a un Pilato desencajado y aferrado, en sentido literal y metafórico, a su sillón de magistrado romano.
— ¡Papá, mira a Claudia Prócula! ¡Qué pendientes más bonitos tiene!
Las preguntas sobre el prefecto y su esposa y los intentos por resolverlas llegaron décadas después, cuando los romanos formaban parte de mi día a día profesional y literario.
¿Estuvo casado Pilato? Poncio y Claudia, ciudadanos romanos del siglo I, bien pudieron contraer un matrimonio sine manu, en el que ella no perdería su parentesco jurídico con su familia biológica. El padre de la novia entregaría a la familia del novio una dote que podría recuperar si ella fallecía o si fracasaba el matrimonio. Pilato no ostentaría el poder de castigarla. Si tuvieron hijos, como los textos apócrifos indican, estarían sometidos a la patria potestad exclusiva del varón, el paterfamilias, y, como madre, sólo compartiría con su descendencia el parentesco de sangre.
¿Era habitual que las esposas de los gobernadores se trasladaran a las provincias? Si bien es cierto que muchas preferían quedarse en Roma, y que incluso había recomendaciones imperiales para que el magistrado provincial viajara solo, esas normas se relajaron. Ni hay pruebas de que Pilato estuviera con ella en Judea ni de lo contrario. Si lo acompañó a aquellas tierras tan hostiles de imposible romanización, seguramente fue gracias al permiso del emperador Tiberio, lo que indicaría que estaban bien posicionados en los círculos de poder.
¿Presenció Claudia Prócula el proceso a Jesús? Solo Mateo la menciona en su testimonio, otorgándole un papel relevante cuando Pilato está a punto de tomar su decisión sobre el galileo. No creo que él desdeñara sin más su mensaje de clemencia, pues los sueños habían prevenido de desgracias a grandes hombres de Roma, e incluso el derecho admitía los presagios como medio de prueba. Pero las palabras de Claudia no pudieron contrarrestar la última y definitiva acusación de los judíos, el crimen maiestatis o alta traición, ni detener el plan divino de salvación en el que Pilato era una pieza imprescindible.
Siglos después, los evangelios apócrifos, que, como dijera el profesor Murga Gener, maestro de romanistas sevillanos, en su Pregón de los Armaos, eran «escritos ocultos, que no necesariamente falsos, aceptados por el cristianismo primitivo», le pusieron nombre: Claudia Vilia Prócula, mujer y pagana ¿o conversa en secreto? En todo caso, la única persona que abogó por Jesús.
La francesa ciudad de Narbona y la malagueña Cártama se disputan sus orígenes, y, desde la Edad Media, circularon por Europa y por Oriente supuestas cartas de Claudia Prócula en las que narraba su vida como conversa. ¡Cómo nos facilitaría las cosas identificarla como la Claudia mencionada en los Hechos de los Apóstoles! Pero la única verdad sobre ella es que su vida y su muerte son un misterio. La literatura (y el cine) han sido siempre generosos con ella. Bromista en el Ciclo del Corpus Christi de York. Apasionada en los poemas de Charlotte Brönte. Elegante en El rey de reyes de Cecil B. DeMille. Inteligente, encarnada por Angela Lansbury, en La historia más grande jamás contada. Y, más recientemente, bellísima y compasiva en La Pasión de Mel Gibson, cuando entrega sus impolutas toallas a María y a Magdalena para limpiar la sangre de Jesús tras la flagelación.
Ya en mi adolescencia, la volví a ver a los pies de la torre de la iglesia de San Pedro. De pie, y más serena que en la Madrugada, en esta ocasión Castillo Lastrucci no la dejó sola, pues Claudia comparte la peana con una esclava ¿o una amiga? como siamesas unidas en la emoción y en la aceptación de lo irremediable. ¿Cómo iba a imaginar, que cuarenta años después, la infinita generosidad de la Hermandad de San Benito me permitiría mirarla a los ojos? Allí, subida a aquella inacabable escalera de los priostes que pronto la enjoyarían, recordé que la iglesia etíope y la ortodoxa griega la santificaron. A ella, que quiso ser abogada de Jesús en un mundo en el que las mujeres, como hoy en muchos lugares, no podían estudiar ni ejercer el Derecho. Mientras, en la proa de ese prodigio, Pilato presenta a Jesús al pueblo.
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