Crónica
El Cachorro es el quinto elemento
No cabía un alma en Triana este domingo para acompañar al Cristo de la Expiración en un viacrucis para la historia
El crucificado visitó a la Estrella en San Jacinto y a la Esperanza en su capilla 50 años después del incendio
Sevilla
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Iniciar sesiónEl Cachorro es la vida misma. En el modelo de Aristóteles, por encima de la tierra, del aire, del agua y del fuego está la quintaesencia. Lo más puro, que es la unción santa transfigurada en ese rostro humano que mira al paraíso. ... Ese «trono moreno de Judea» al que le han cantado todos los flamencos y los poetas es el éter del que hablaban los alquimistas. Nada puede con Él: ni la lluvia, ni el frío, ni el tiempo, ni las llamas que le abrasaron hace ahora medio siglo y que aún queman «a fuego fiero», como escribió Caro Romero. Cuando la tarde comenzó a ponerse negra, con nubarrones oscuros más allá del muro de defensa, y se levantó ese viento que se cala hasta los huesos, sobrevolaba ya el habitual sambenito de la simbiosis del Cachorro con la lluvia. Pero a la hora en la que la campana de la vieja capilla del Patrocinio tañó cinco veces, se abrió el cielo. El sol se reflejó en la cruz de carey que hace 50 años caminó entre sombras por un Zurraque devastado, abriendo paso a un viacrucis improvisado después del incendio que congeló al arrabal. Triana conmemoró el día en el que el Cachorro resurgió como un ave fénix, otro prodigio de la resurrección que sucedió el 26 de febrero de 1973.
Delante, junto a los pies abrasados con los que se quemó las manos al tocarlos, iba Francisco Herrera del Pueyo con un farol. Así son las cosas. El hombre que se jugó la vida con apenas 17 años para salvar a su Cristo sorteando el humo y el fuego iba, precisamente, alumbrando esos pies incandescentes. Ángel de la guarda junto a Rafael Blanco, el albañil que, recién casado y con dos niños en camino, decidió colarse por el tragaluz de la capilla y abrirse paso entre las llamas para echar un jarrón de agua sobre las piernas del crucificado. El hombre que quedó tiznado, asfixiado y con una herida que llevó siempre con orgullo hasta la muerte, también estuvo presente en el alma de la hermandad.
Porque el viacrucis que celebró este domingo el Cachorro fue el más simbólico de cuantos se hayan organizado últimamente en Sevilla. La conmemoración de cómo una tragedia acabó con un milagro. Una acción de gracias por los que lo vivieron, por los que lo salvaron, por los que lo recuperaron, por los que aún lloran a la Virgen que se fue y por Luis Álvarez Duarte, que la devolvió a la vida.
Dentro, cuando ya el cortejo avanzaba por la Ronda de Tejares, Angelita Yruela le cantó una saeta al Cristo tumbado sobre el mismo lugar en el que ardió hace medio siglo. Sus pies eran ahora los de Paco Robles, que conoce como nadie el misterio del Cachorro que mira a la muerte con los ojos vueltos hacia la fatalidad, y que tan bien le cantó a la Virgen del Patrocinio en el Stabat Mater.
Todo, absolutamente todo en la tarde del primer domingo de Cuaresma tuvo sentido. El Cristo con la piel oscura enfilando ese tramo de Castilla cuando una nube se interpuso delante de la luz era el que estaba recubierto de hollín en aquella tarde de febrero del 73. Allí estuvieron los vecinos, aferrados a los balcones con los geranios florecidos de la calle Alfarería, por la que pasó el cortejo fúnebre hace medio siglo en aquella Sevilla conmocionada. Eran los mismos, cincuenta años más mayores, con los ojos emocionados clavados en los del Cachorro, al que sólo ellos le vieron la cara.
Por Clara de Jesús Montero hasta Pagés del Corro fue muriendo la tarde. Llegaba el crucificado a San Jacinto, el lugar donde en 1898 se quemó la otra gran devoción del barrio, la Esperanza, y donde se encontró con la Estrella, en un imponente altar de quinario, que recordaba los que montaba la hermandad en otros tiempos.
No se cabía ya en el viejo arrabal. Cuando dobló hacia Rodrigo de Triana, cuentan los que estaban debajo que entre los dedos del Cachorro se veía la luna creciente que desembocará en la de Parasceve del Viernes Santo. La novena estación, la del encuentro con las mujeres, la rezó el arzobispo -que no abandonó la presidencia en ningún momento- ante la puerta de ojiva de Santa Ana. Y ya, con el cielo añil de la Cuaresma, llegaba el Cachorro ante la Esperanza. Cara a cara, el Cristo expirante y el de las Tres Caídas. Arriba, la Virgen de la que dicen que sigue teniendo las heridas del fuego, y por las que se cuentan los años por siglos, tantos como tiene el crucificado de Ruiz Gijón. No cupo más Triana en esa foto.
Enfilaba la calle Pureza hacia un Altozano atestado, en ese tránsito interminable que tan bien describió Aquilino, caminando junto a las aguas, que esta vez no cruzó, mientras su silueta tumbada bordeaba el puente. Por Castilla, en noche cerrada, se contemplaba esa perspectiva única de su pelo, esa «nebulosa trágica, río de miel lentísimo». Al Cachorro le queda el Viernes y el Sábado Santo. Pero esta noche, Manuel, tú sobre el fuego.
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