Locus amoenus
Paul Bowles y la música en Sevilla
El español que Bowles aprendió sin salir del camarote del «Juan Sebastián Elcano» en 1934, tuvo que estar impregnado del habla andaluza de los discos de Chacón, Niña de los Peines, Marchena, Vallejo y Carbonerillo
Paul Bowles
Escribir sobre Paul Bowles en Sevilla -donde vive y escribe Eduardo Jordá- es una osadía, pero como esta página es una sencilla bitácora de hallazgos y epifanías, voy a limitarme a glosar unas viñetas de las fugaces visitas de Bowles a nuestra ciudad, sobre la ... cual nunca se explayó tanto como sí lo hizo con Ciudad de Guatemala, Barranquilla o San José de Costa Rica, por donde también pasó raudo y veloz.
Como escritor culto y viajero, Bowles fue aprendiendo diversos idiomas a medida que se instalaba o recorría las ciudades y literaturas que le interesaban. De ahí que el español no le fuera ajeno, pues en 1946 tradujo para la revista neoyorkina ‘View’ el relato «Las ruinas circulares» de Jorge Luis Borges, amén de otros cuentos de Ramón Gómez de la Serna, Ramón Sender y el mexicano Ramón Beteta. Es decir, sus «Ramones completos». Sin embargo, además de traductor del francés y del español, Paul Bowles fue músico y compositor, y esa vocación siempre aparece vinculada a sus estancias sevillanas.
Así, en ‘Memorias de un nómada’ (1990), Bowles compiló una serie de anotaciones que realizaba en tiempo real mientras viajaba. En el otoño de 1931 Bowles llegó a Sevilla acompañado de un joven marroquí que nunca había salido de su aldea, y a quien debía llevar hasta París para que fuera parte del servicio doméstico de su amigo Harry Durham. Se hospedaron en el hotel Madrid de la calle Sierpes y “fuimos todos a un cabaret, donde las chicas bailaban sevillanas. En determinado momento bajaron en fila a la otra parte de la sala y bailaron entre las mesas. Cuando una de ellas pasó a nuestro lado, Abdelkader tendió la mano y la tocó. Retiró la mano como si se hubiera quemado y se volvió consternado hacia mí gritando: Pero ¿no es cine? ¿Son reales?”.
Otro curioso episodio de ‘Memorias de un nómada’ transcurrió en 1934 en el navío Juan Sebastián Elcano, que Bowles abordó en Cádiz para navegar hacia el Caribe, aunque antes tomó la precaución de adquirir en Sevilla un fonógrafo y varios discos de pizarra: “durante el viaje aprendí muchísimo más español del que habría aprendido en circunstancias normales, encerrado solo en mi camarote. Como me había llevado el fonógrafo y abundante música popular española, aprendí también la diferencia entre el cante jondo y el estilo vocal flamenco, que hasta entonces confundía”. De la supuesta confusión entre flamenco y cante jondo no voy a hablar, pero sí quiero hacer hincapié en que el español que Bowles aprendió sin salir del camarote, tuvo que estar impregnado del habla andaluza de sus discos de Chacón, Niña de los Peines, Marchena, Vallejo y Carbonerillo.
La última postal sevillana de ‘Memorias de un nómada’ dataría de 1950, cuando Bowles ensayó con la cantante Libby Holman los temas de su proyecto «Tierra de Música» a través de Andalucía, pero sólo en Sevilla y Granada era posible alquilar pianos en condiciones: “Recibí un telegrama de Libby Holman notificándome que llegaría en coche desde Inglaterra y quería que me reuniera con ella en Málaga. Viajamos durante un mes por Andalucía, yendo finalmente a descansar a Tánger. Hablamos incesantemente de ‘Yerma’; cuando podíamos conseguir un piano, como en Sevilla y en Granada, trabajábamos juntos en algunas de las canciones terminadas. La noche antes de irse a Nueva York recibió la noticia de que su hijo Christopher había muerto en la escalada del monte Whitney”. Este dato me permitió fechar aquellos ensayos, pues Libby Holman era una celebridad -aparte de amante de Jane Bowles, esposa de Paul- y en su biografía hallé que su hijo falleció en 1950 y que en su memoria creó la Christopher Reynolds Foundation, dedicada a combatir el racismo y promover la paz.
En la memoria de Paul Bowles, Sevilla fue siempre un «locus amoenus» musical, pero no olvidemos que hablamos de un escritor y un viajero escurridizo a cualquier encasillamiento, tal como leemos en ‘Días y viajes’ (1993): «¿Cómo sé que usted es en verdad un turista?, me preguntó una empleada de un consulado sudamericano en Londres cuando fui a solicitar un visado.
¿Cómo, qué otra cosa iba a ser?
No sé -contestó- en su pasaporte dice «escritor». ¿Cómo sé yo lo que irá a hacer?
Quién sabe -le dije-, y en vez de ir a Sudamérica me fui al Lejano Oriente».
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