Locus amoenus

Las Giraldas distópicas de Rafael Luna

«Los invito a buscar la obra de Rafael Luna (1952-2010), el Magritte sevillano, el Norman Rockwell andaluz o el Man Ray de Alcalá de Guadaíra»

Fernando Iwasaki

El prestigio de la Giralda consiente reproducciones, homenajes e interpretaciones lejos de Sevilla, desde la Giralda de Badajoz hasta la Freedown Tower de Miami , pasando por el clon de Kansas City, la torre de la Universidad de Lovaina e incluso la abolida Giralda ... de Manhattan, que el escritor Diego Carrasco descubrió en la New York Public Library a comienzos de los 80, durante sus años de latin lover por el Greenwich Village . Puestos a elegir una de las Giraldas del mundo, a mí me encanta la de la Universidad de Río Piedras en Puerto Rico , rodeada de árboles cuajados de mangos en lugar de naranjas. Sin embargo, poca cuenta le echamos a las Giraldas que plasman en sus lienzos nuestros artistas locales, quizá porque asumimos que conjurar la Giralda en la propia Sevilla no entraña ningún riesgo. A quienes piensen así, los invito a buscar la obra de Rafael Luna (1952-2010), el Magritte sevillano, el Norman Rockwell andaluz o el Man Ray de Alcalá de Guadaíra.

A diferencia de muchos artistas de vanguardia que cultivan una personalidad borde, Rafael Luna fue más bien un artista border; es decir, de los márgenes, las fronteras y las periferias . Sus exposiciones no poblaron las galerías de campanillas sino los bares de copas y tapas de guisos caseros, antes que los garbanzos fueran desterrados del barrio de Santa Cruz por las mousakkas, la cebolla caramelizada y la salsa teriyaki. Y es que Rafael Luna regresó a Sevilla después de vivir más de una década en París , donde exponer en una casa de comidas no tiene nada que envidiarle al mejor vernissage de cualquier galería del Marais. De hecho, a Rafael le servían bien despachado su plat de jour apenas lo veían aparecer por «Le Polidor», «Le Sévigné» o «Le Bistrot des Dames», tres templos parisinos de la comida casera adonde nunca fui con Rafael, pero que más de una vez recordamos delante de una cazuela de albóndigas de chocos.

Así, numerosos bares del casco antiguo sevillano acogieron desde mediados de los noventa una constelación de máquinas de escribir, libros voladores y universos embotellados , temas que Rafael investigó y plasmó con gran originalidad sobre sus lienzos y tablas. Sus máquinas de escribir -por ejemplo- adquirían vida propia mientras los ordenadores las desplazaban implacables. Entonces no era del todo consciente, pero lo que Rafael Luna estaba pintando eran escenas de un mundo a punto de ser abolido. Lo mismo diría ahora de sus libros alados, anidando en sus cuadros mientras las librerías del centro cerraban a pájaros por la decadencia de la lectura. ¿Y qué decir de aquellos bodegones embotellados, medio bibelots y medio miniaturas surrealistas? Sin embargo, el más poderoso de sus melancólicos motivos -los más insólitos y alegóricos- fueron sus Giraldas distópicas.

En mi memoria Rafael Luna ha dejado de ser un humorista plástico para convertirse en una suerte de adelantado de las ficciones distópicas contemporáneas, un visionario del vacío y la desolación encarnado por esas Giraldas cubiertas de maleza o habitadas por simios; Giraldas que se elevan decrépitas sobre las ruinas o en cuyas cimas vemos supervivientes de una hecatombe rescatados por helicópteros; Giraldas cinceladas sobre acantilados de piedra o amortajadas como una santa barroca; Giraldas incrustadas en la arena junto a las pirámides o arrecifes en forma de Giralda soportando el impacto de las olas de un océano agonizante . Las Giraldas de Rafael Luna se me antojaban risueñas en los noventa y hoy no puedo evitar que me transporten al unánime vacío de una ciudad post-apocalíptica. En realidad, la narrativa de sus Giraldas -su significado intrínseco, que diría Panofsky- recién saltó a la vista en la retrospectiva que le dedicó el Museo de Alcalá de Guadaíra , entre octubre y noviembre de este cenizo 2020.

Diez años después de su muerte, Rafael Luna ha disfrutado de una segunda gran exposición -la primera fue en la Casa de la Provincia- y ha sido inquietante comprobar cómo sus máquinas caducas, sus libros desleídos, sus metrópolis embotelladas y sus Giraldas distópicas, prefiguraron el cambio de paradigma que se llevó las croquetas y nos condenó al tataki de nabo.

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