«Con Rycardo Moreno mi soleá arriesga más»

Su generación, la que hoy estriba entre los 40 y 50 años, ha tenido un reto mayúsculo: «Vamos detrás de una época dorada: Camarón, Pansequito, La Paquera, Chocolate, Fernanda, Morente, Lebrijano… Se nos compara siempre con los mejores, y ahí, aunque el cante siga muy vivo y hoy haya buenos cantaores, es muy incómodo medirse. Pero yo disfruto mucho de lo que hacen mis compañeros. Escucho a todos. Hay afición y jóvenes que vienen muy fuerte detrás. No puede uno dormirse».

Antonio Reyes debutó en Ojén de niño. Con siete años se presentó en la plaza de toros de Jerez de la mano de Manuel Morao, con La Macanita y Vicente Soto Sordera en el cartel. Aquella fue una noche espacial. El resto, las tiene claras: «Cuando escuché a Enrique Morente en la sala Caracol descubrí un mundo. Me volví loco con él. Otro día importante en mi carrera fue el del premio Giraldillo en el teatro Lope de Vega, en la Bienal de 2014. Aquello me elevó».

En la actualidad tiene, de media, unos setenta recitales al año. Como decía Valderrama, está conociendo los baches de todos los pueblos. Tres discos en el mercado, un cuarto en un porvenir cercano y las jornadas que arman sus días frente al mar entregadas al cante.

La altura artística de Guadiana es superior a la de Kerem, guitarrista turco que acompaña con una aspereza que en algún momento intensifica la queja del extremeño, pero que sigue su propio discurso y no se sostiene, creo, a lo largo un disco. Menos, aún, elevarlo a la portada como hiciera Paco de Lucía con Camarón para otorgar entidad a la pareja. Esta comunión, en realidad, parte de una llamada: la de Kerem a Guadiana, de ahí el orden de los factores. Pero es, eso sí, un disco de cante.

Guadiana tiene tantas facultades como heridas. Excelso en la emoción. Medidamente salvaje. Acompasado y cruel cuando por soleá va y rebusca por los vestigios de Tomás Pavón y Alcalá, por La Serneta, Juaniquí, La Piriñaca, Frijones… Los maestros se le agolpan en la nuez. Los referencia, pero no los sigue hasta el final: crea. Al Torre invoca por tarantos: «Ay, mi muchacho», exclama, musicalizando los tercios, que cuando entran en la senda de Jacinto Almadén se permiten algo más de lucidez. Cosa de candiles.

El carácter rítmico estalla por tangos y bulerías, lugar de recreo. La música se estira y se detiene en busca del jaleo que encierra la boca de un tipo con la misma sangre que Porrina y el nombre de un río. Camarón late al fondo, en cada gemido, especialmente cuando aborda esa letra mexicana que en lo jondo se coló a compás de tres por cuatro en el primer disco del de San Fernando: «El día que tú naciste/nacieron toítas las flores...». Paladean oscuridades por seguirillas, recordando esta vez a Mairena y Tomás en el estilo de Frasco El Colorao, gitano en la Triana del siglo XIX, para un remate cabal. Y ahí siguen, a gritos y susurros con esencia de directo. Batallando en dos frentes entre muchas fuentes.