XXIII BIENAL DE FLAMENCO DE SEVILLA
El flamenco y yo
Juan Carlos Romero se hace un autorretrato en la Bienal
Cantar la edad, bailar los años
Juan Carlos Romero en mitad de la disección de sus facetas
Qué es lo que va contigo, quién te acompaña en el camino, cómo de grande es la sombra, cuán profundo el horizonte. Eres lo que has hecho, pero también lo que vas a hacer. El lanzarte al vacío, el no conformarte, la vueltecita de rosca ... del envés. Es la diferencia entre el conformista y el que se niega a dejar de creer. El que tampoco ceja en el empeño de seguir creando, que es creer en lo que uno puede aportar. Pensamos esto llegando a la Encarnación, toqueteando con la mente el nombre del espectáculo de hoy: 'El que va conmigo y yo'. La propuesta para la Bienal de un músico y compositor que ha hecho de la inquietud su emblema, del flamenco un cuartel general desde el que partir y al que volver después de sus laureadas incursiones en otras vertientes y culturas sonoras. Alguien que, después de haber colaborado con lo más granado del panorama artístico, sigue poniendo el burro detrás. Ese 'y yo' implica la humildad de los grandes. En la puerta del Espacio Turina cruza la gente a ritmo de sábado. El que escribe se sienta en un poyete al lado del cajón que canta los oles cuando los transeúntes pasan. Muchos, al escuchar de repente el «vivan los sevillanos», se giran como pidiendo explicaciones con la mirada.
Cuando la luz del escenario muta en un celeste amanecer, hace su entrada Juan Carlos Romero. Camisa blanca, pelo engominado hacia atrás, pañuelo anudado en el cuello. Sin mediar palabra se sienta y le saca escalofríos a la de madera. Tiritan las cuerdas en la calidez de unos dedos seguros. El pie derecho lo tiene apoyado en un alzador. La mano izquierda desentraña trastes. Cuando acaba salen el violonchelo, el violín y el piano. José Miguel Gómez, Ferdinando Trematore y Juan Carlos Garvayo los hacen sonar respectivamente. La guitarra del maestro onubense lleva la voz cantante, los demás apostillan con una dulzura distinta sus notas, señalando la hermosura de lo que se toca.
Al retirarse el acompañamiento instrumental, vuelve ese monólogo encantador del tocaor. De la esquina izquierda aparece Marina Heredia escoltada por Los Mellis. La de Granada se apoya de pie en la espalda de la silla. Si callada es guapa, cuando canta quita el hipo, rompe moldes. La perfección se multiplica. Interpreta una soleá que Romero le escribió a su maestro, Manolo Sanlúcar, cuando perdió a su hijo. El negro del traje de la cantaora enluta aún más el ambiente. «El carro de la fortuna en su puerta lo paró». Tras un aplauso, toma por primera vez la palabra el protagonista, que explica que esto que vemos «no es más que un autorretrato. Sin dejar fuera ningún perfil de los míos. No están todos, pero están más de los que estaban. No puedo traicionar al flamenco, pero más que del flamenco me siento de mí mismo». Salen también a la palestra Juan de Mairena y Carmen Molina, que se unen con los demás para interpretar unas bulerías solemnes, reposadas, paladeables.
Nuevamente solo, el compositor se dirige al público mientras que parece que le habla al instrumento que descansa en su regazo: «Voy a hacer algo inusual en mis conciertos, voy a dejar que una composición mía sea interpretada por el piano», dice el de Huelva en un tono que va de la emoción a la reflexión. Se trata de una pieza que Garvayo, Director de música del Ateneo de Madrid y pianista presente, opinaba que debía de estar disponible para que cualquier pianista del mundo pudiera descifrarla con sus teclas. 'Se canta lo que se pierde'. El pianista toca una melodía que apela a lo que no se sabría explicar, a lo que se va, al zigzagueo constante de los pesares. Justo después, la guitarra lo refrenda. Suena igual, pero diferente. Los instrumentos hablan un idioma idéntico, pero con distintos dialectos.
Juan de Mairena toma asiento en el extremo derecho de las tablas. Tangos. La percusión de Tino di Geraldo es suave, armoniosa. Es complicado cantar más para dentro que este Cristo de la Cárcel que se ha fugado del cuadro. Junto a él se vuelve a sentar Carmen Molina para interpretar unas bulerías dedicadas a la madre del compositor. Ahora lo flanquea el joven tocaor Álvaro Moreno. Las voces empastan juntas, se dan la mano en esta fiesta del sosiego.
Una juerga de la calma que muestra a 'esos otros' que acompañan al hombre del pañuelo anudado. Esas facetas que, sin traicionar el arraigo de su cultura primigenia, lo empujan a planear con elegancia sobre otros registros. Esto ocurre cuando invita a pasar al Trío Arbós y hace que el piano, las dos guitarras, el violín y el violonchelo comulguen y se compacten. Poniendo a soñar a los oyentes, haciéndonos levitar entre notas que sedarían a los leones, que emocionarían a los más malajes. Se interpreta también 'Ausente', en memoria del maestro de Sanlúcar. La guitarra son los ojos, el violín es el movimiento de los párpados, el piano es la lágrima.
Y de homenaje a homenaje. Tampoco quiso dejar atrás al artista al que se honra en esta edición del Festival. «Nadie ha hecho lo que él hizo con una guitarra en las manos». A Paco de Lucía, al dios de las seis cuerdas, a su memoria van unos fandangos de Huelva por su estrecha relación con la tierra a la que peregrinaba a caballo cuando hacía el camino del Rocío. El público los recibió en pie. Igual que los tanguillos que le ofrendó a su mujer, «a la que le ha dedicado mucho, pero nunca en público». Sonó una ovación en la que estaba él y todos los que van con él. El flamenco y sus ramificaciones. El talento y sus vertientes, la creatividad y sus derivadas. Abrazado a su guitarra recibió la calidez de una audiencia que le hizo saber que también lo acompaña. El arte nunca se queda solo.
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