De la misa la media
Tiempo congelado en honor a San Fernando
La música de órgano y la misa cantada, las flores en honor de la Virgen, el diácono proclamando el Evangelio con voz redonda, el maestro de ceremonias… y la montaña hueca, la Catedral, convertidas sus piedras imponentes en un sujeto más de la celebración
Sevilla
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Iniciar sesiónMisa en la Catedral por la festividad de San Clemente
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Templo: Altar mayor de la Catedral
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Fecha: 23 de noviembre
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Hora: 10.50 horas
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Preside: Antero Pascual
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Asistencia: unas trescientas personas
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Exorno: azucenas y nardos para la Virgen de los Reyes
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Música: coral de la SIC
Alguien sin mucha cultura religiosa podría llegar a pensar que hay misas de distintas categorías. Y que en la especial, por usar una terminología de los puertos de montaña del Tour de Francia, estaría una eucaristía ante el mayor retablo de la cristiandad presidido por ... la imagen de la Virgen de los Reyes con la corporación municipal bajo mazas en el antepresbiterio en una ocasión única para conmemorar el 775 aniversario de la toma de la ciudad y la restitución del culto cristiano el día de San Clemente, que fue el que el Rey San Fernando eligió para firmar la capitulación de Isbiliya.
Pero el memorial del sacrificio redentor es el mismo -y con idéntico rango sacramental- en esa misa concelebrada con toda la solemnidad y el boato que el cabildo catedral sabe imponer a la liturgia que en la más descuidada misa de diario dicha huye que te alcanzo en el oratorio más perdido de la archidiócesis. El misterio de cuanto se celebra es tan enorme que no hay ministro indigno ni fieles infames que alcancen a su desdoro.
No fue el caso de la misa presidida por el magistral de la Catedral, a la sazón párroco de San Pedro y San Juan de la Palma, al término de la procesión de la espada desnuda del Santo Rey por las gradas altas del primer templo metropolitano. Salvo por el cuchicheo de algunos funcionarios municipales y el ruido de los walkie-talkies de los vigilantes, no hubo nada fuera de sitio. Hasta el frío novembrino acudió puntual a la cita en coyunda con el tiempo congelado casi ocho siglos.
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La música de órgano y la misa cantada, las flores en honor de la Virgen, el diácono proclamando el Evangelio con voz redonda, el maestro de ceremonias auxiliando con milimétrica eficacia al magistral, los concelebrantes, los acólitos turiferarios, la cera… y la montaña hueca, la Catedral, convertidas sus piedras imponentes en un sujeto más de la celebración.
Pero es que además, la homilía de don Antero estuvo inteligentemente bien construida. Giró en torno a la fidelidad y la felicidad que aquella trae aparejada para referirse a las virtudes que adornaron a San Fernando. Sin llevarla escrita, hilvanó una reflexión circunscrita al espíritu para evitar caer en incorrecciones políticas cuando se conmemoraba precisamente la conquista de la ciudad de «manos agarenas», como dice el pleito-homenaje que se le hace jurar al alcalde antes de entregarle por un rato la Lobera.
«El olvido de la historia nos lleva a perder nuestro propio ser y nuestra propia identidad», dijo con palabras medidas para no herir susceptibilidades, pero la verdad es que le quedó una predicación bien articulada al presentar la «turbación, la perturbación, la ira y la guerra» como hijas espurias de la infidelidad. Contrapuesto a este panorama violento, la fidelidad conduce a la felicidad gracias a la humildad, «que no es disfraz ni máscara sino la virtud que se le concede a quien ha puesto a Dios en el centro de su existencia».
El magistral de la Catedral se atrevió a dar una «receta para ser fieles y felices»: «No pienses tanto en ti mismo, viviendo todo el día a costa de los otros, tratados de modo egoísta para que prevalezca tu criterio; vive de la verdad y que lo que mueva tu vida sea el servicio desinteresado a los otros, vive desposeído de ti mismo para entregarte al amor que Dios ha puesto en tu corazón».
El celebrante honró la memoria de San Fernando como «rey humilde, noble y dispuesto a dar la vida y a entregarse por sus hermanos» como ejemplo de caballero cristiano. Eso le valió para entroncar con la devoción mariana del monarca y, ante la patrona de la archidiócesis, encomendar a los presentes y «a los pobres, enfermos, los que están solos, los carentes de afecto…»: «Pidamos a la Virgen que nos ayude no a pensar en nosotros mismos sino a abrir el corazón a Dios», remató la homilía, a la que se le puede reprochar que se extendió entre el toque de once cuando se incensaba el evangeliario y el de y cuarto cuando remataba.
Pero ni las palabras del ministro ni la majestuosidad del retablo ni la historia del pendón llegan al zancajo del milagro sobre el altar y la epíclesis que fragua la comunión entre los fieles. Eso, gracias a Dios, sucede en todas las misas: las de ringorrango y las que nos parecen menores.
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