Reloj de arena
Rafael Hornero Romero de la Rosa: En la curva de su destino
Nadie daba un duro por aquellas composiciones que firmaba tan a contra estilo, hasta que lo vio Antonio Pulpón
Félix Machuca
Sevilla, que es tan voluble como olvidadiza, lo tiene en el panteón de los célebres olvidados, pese a que Rafael Romero Sanjuán fue la memoria viva de una revolución por sevillanas. Uno de los olfatos más privilegiados de la industria flamenca, la nariz con vida ... propia de Antonio Pulpón, tampoco olió el romero de la sensibilidad de aquel chico tímido y corto de vista de San Juan de Aznalfarache. En uno de aquellos sonados consejos paternales que daba en su despacho, Pulpón le dijo a Romero Sanjuán: «querido, para ganar dinero en esto hay que hacer reír a la gente. Para cantarle al minero, al marinero, a los poetas mártires, a las madres siempre están los pubs…». Romero Sanjuán era asiduo de Lorca y de las estrellas del Guadalquivir. Introvertido, tímido, con un respingo interior floreciente donde crecían mundos sutiles, ingrávidos y gentiles como pompas de jabón. Un tipo sensible y soñador, creativo y talentoso, pese a que no tuvo los mejores profesores de literatura ni de guitarra a su servicio. Pasó por la Universidad Laboral y después trabajó en Construcciones Aeronáuticas. Es posible que allí comenzara a creer que el cielo se puede tocar con la mano y el corazón.
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El color especial de su sensibilidad lo demostró con aquellas sevillanas que son un tratado de filosofía estoica: Pasa la vida. Nunca se había escuchado nada igual. Ni siquiera parecido. ¿Eran unas sevillanas? A Jesús Bola, su amigo, le llevó a la Pañoleta Record una maqueta supuestamente con temas flamencos. Bola ha sido siempre un rockero militante. Pero la escuchó. Después le dijo a Romero Sanjuán: «esas no son las sevillanas que yo escucho en la Feria. Eso que me has dado es música…». Y de la buena. Porque el color especial de su talento brillaba por la excelencia de su originalidad y la frescura y simplicidad de sus creaciones. Con Pepe Vela recorrió muchos escenarios andaluces y, después, ambos acompañaron a Los Morancos como guitarristas. Se iba haciendo camino al andar. Y ese largo y tortuoso camino hacia el reconocimiento estuvo lleno de galas, ferias y actos sociales donde el dúo «Altozano» dejaba siempre buen paladar donde actuaba. La noche del 23F, con el Parlamento noqueado por la marcha verde de Tejero, Rafael no logró conciliar el sueño. Y a la grabadora, el lorito como él le llamaba, que tenía en el cabezal de su cama para cuando la inspiración le regalaba una musiquilla en su cabeza, le dejó una armonía. Días después llamó a Pepe Vela, su compañero en «Altozano», para pedirle opinión de lo que había bautizado como «No se puede pisar una flor». Por ahí le salió el Víctor Jara que tanto le gustaba escuchar. Y dejó para los nuevos tiempos el alegato fino, culto y rebelde de lo que sintió un ciudadano cuando vio que le secuestraban la libertad.
«Antonio Pulpón le dijo: ‘Querido, para ganar dinero en esto hay que hacer reír a la gente, a los poetas mártires se les canta en los pubs’»
«Pasó por la Universidad Laboral y trabajó en CASA. Todo lo que nos dio lo llevaba de fábrica, nadie le enseñó nada»
Era Sanjuán un buen cazador de nubes, soñador y humanísimo. Un día se encajó en su casa, tras regresar de un paseo por Triana, sin zapatos. Se los había regalado a un sintecho que estaba pidiendo descalzo por la calle. Solía frecuentar la casa de San Juan de Aznalfarache del psiquiatra, homeópata y poeta jerezano Pedro Rivera. Se tiraban horas hablando de poesía, de métricas imposibles y de enfermedades imaginarias. Como una enfermedad llevaba su firme creencia de encuentros en la tercera fase. No era infrecuente que, al regreso de una gala de fin de semana, encendiera la radio para escuchar uno de los programas de ovnis más exitoso de los ochenta. Una vez aparcó en la cuneta de la carretera para mirar al cielo y esperar a que ET se diera una vuelta en bici por los carriles de la galaxia. Fruto de aquella fascinación fueron las sevillanas que le dedicó a Stephen Hawking. Pero la vida te depara curvas inesperadas cuando más intensa es la luz de tu estrella. Su hijo Moisés, apasionado de las motos, se fue en una curva de la carretera de Aracena. Y dicen los que lo conocieron bien que ahí perdió Rafael sus cabales. Se le secó el romero de la vida y ni San Juan supo endulzarle tanta amargura. Prohibió que se tocara el cuarto del chico, convirtiéndolo en una instantánea eterna de su último recuerdo. Y se sentaba frente a la curva del accidente para soñarlo, vivirlo y llorarlo. Quizás para pedirle a las potencias celestiales lo que con tanto amor había escrito en Cuéntame: «Cuéntame lo que tú quieras / cuéntame aunque sean mentiras, cuenta, cuenta, cuéntame…». En la firme y fuerte serenidad de su mujer se apoyó para que el edificio de su alma no se convirtiera en escombros. Y al hombre que le puso música al paso de la vida, del amor y de la gloria, al hombre que conoció el duende de Sevilla y el de su gente, se lo llevó su oxidado corazón en un día de julio, donde el destino colocó la curva final de su brillante carrera.
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