Reloj de arena...
El Mohama: «I feel good»
Traspasabas la puerta de la discoteca Mohama y te inundaba una especie de ola amarilla, el color dominante en la sala, que te llevaba sobre el surf de su fluido sicodélico hacia una enorme barra
Félix Machuca
El sueño hecho realidad de los que hincaban los codos en ese libro de miles de páginas empapadas «por el alcohol, los sueños y los reproches». Ya saben, la vida según la filosofía de J. Walker , la política de Rives y ... la fe en Smirnoff . Y en esa barra lo mismo te encontrabas con Silvio y Miguel Ángel con sus fantasías occidentales, que con Máximo Moreno o el Guardiola de turno de noche que tocara ese día. Fue una de las primeras discotecas de corte moderno que se abrió en Andalucía, pongamos que hablamos de 1976. Y era hermana del Mohama de Chipiona , nacida en los sesenta y que gozó de larga y trepidante vida. Ambas vinieron al mundo gracias a la visión comercial de Juan González , el hombre que las hizo posible ofreciendo a sus clientes algo más que una sala de fiestas o de baile.
Les ofreció lo que ya venía funcionando por Europa y América para que sonaran los hitos musicales de sus solistas y grupos favoritos. Y donde la juventud se invertía en sudar música, bailar sin frenos y divertirse sin que la niña tuviera que estar en casa poco antes de que den las diez, como cantaba Serrat ...
Paco González «Mohama» , el hijo mayor de Juan, estuvo muy encima de la discoteca sevillana y logró darle un ambiente muy personal al negocio. Si en «Dom Gonzalo», la disco de Gonzalo García Pelayo que mandó en Sevilla en los años sesenta, la clientela procedía de la izquierda exquisita y universitaria local, la de Mohama era mucho más ecléctica, menos dada a la conspiración política y claramente a favor del placer. Era como si sus fundadores hubieran escuchado a James Brown , uno de los autores favoritos de los dj de la discoteca, su «I feel good» y hubieran hecho de la letra de la canción todo un camino de perfección personal. «Me siento bien, como azúcar y especias», vociferaba en negro de la Motown desde la amplia cabina del local a través de un super equipo de música que estaba enemistado con el silencio. Tronaba maravillosamente bien. Y por su cabina pasaron dj como Edu González, Paquico Navarro, o Eugenio Benjumea . Algunos de ellos viajaban expresamente hasta Londres para abortar la manía sevillana de abandonarse y no actualizarse. Y allí compraban los discos últimos que los amigos americanos de Mohama no le había llevado. Más de una vez, Silvio , se metió en la cabina, pilló el micro y ecualizando el sonido, cantaba por encima del moreno que tenía una máquina sexual. Igualmente, por aquella cabina, que parecía ser la sacristía profana de la catedral de la música de Monte Carmelo , se pasaba un chaval con pinta de cabo gastador, que odiaba las aceitunas y la margarina, quinto de milicia en Ferrocarriles, preguntando siempre por un disco o un autor perseguido por su fino instinto musical. El quinto es hoy el primero en la radio española y se llama Carlos Herrera Crusset , mohamero por convicción.
Idéntica convicción tenía Pive Amador en las posibilidades alternativas de aquel lugar donde sonaba «Cool and the Gun» y el funk más bailongo. Pive organizaba proyecciones audiovisuales, grabaciones raras y films de vanguardia. En la puerta de Mohama, sentados sobre el suelo, a la espera de que abrieran las puertas para poder ensayar, Kiko Veneno tuvo una maravillosa inspiración. El chico encargado de abrirles el local se retrasó y cuando llegó al Mohama tanto Pive como Kiko le metieron prisas para que lo abriera. Se le había olvidado las llaves y dijo: voy volando. A Kiko aquella frase se le enredó en el pentagrama por libre de su cabeza musical y, con el tiempo, nació «Volando voy, volando vengo» que, Ricardo Pachón, la añadió al disco de Camarón «La leyenda del tiempo». El gran gurú musical de la época, Ángel Casas , trajo hasta Mohama las cámaras de TVE para su «Musical Express». Allí le grabó actuación y entrevista a Kiko Sanfeliú que tenía en sus manos calentito y recién hecho el disco Veneno.
Entre la escenografía de la discoteca figuraba una enorme pecera con cangrejos californianos y pequeños escualos, una especie de acuario abierto hasta el amanecer. Los envenenados por una noche adversa solían dejar los restos de su naufragio personal en la misma: un zapato, quizás un bolso, unos guantes… Algunos de estos restos pudieron ser, o no, de los desavisados que, tras una noche de buena química con una norteamericana muy liberal de cintura para abajo, alardeaban de donjuán, como si fueran 007 deslumbrando a Monypenni. Luego, tras enterarse de que la chica era un transexual, no había barrica donde pudiera inspirarse el olvido, aunque sonara James Brown cantando me siento la mar de bien, como azúcar y especias…
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