Reloj de arena
Miguel Gómez Fernández: Pequeño gran hombre
Pudo ser un señorito. Pero rompió en bohemio, vitalista y socorrista de tiesos. Lo mismo se tomaba una cerveza con el portero del club náutico que con Don Juan de Borbón
Félix Machuca
No tenía vara para las clases sociales. Pero le sobraba categoría para no envidiarle nada a un lord. Su medida humana era infinita. Pero su altura física era la de los Países Bajos . Nadie recuerda haberlo visto jamás en jeans. Lo suyo fue ... la capa española en invierno y la cubana en verano. Y un ropero con más trajes de chaqueta que un presentador de informativos de la CNN. Detrás de su bonhomía tenía un padre en Carmona con un gran negocio de exportación de cereales. Pero Miguelito el de Carmona , como le llamaba todo el mundo, tenía para ganarse la vida otros campos menos agropecuarios.
Miguelito te vendía una finca, un piso, un yate o un coche. Y con la comisión sacaba de la tristeza de los pobres a los amigos que no recordaban como huele el jamón. A sus leales le daba la gloria de la amistad, de su humor y de su inagotable vitalidad. Una noche, con Bambino y Pepe Camacho , sus compadres, se refugiaron en las cuevas de Luis Candela , por Cuchilleros, en Madrid. Y pasaron tres días y tres noches hasta que volvieron a ver la luz del alba con un churro con chocolate en la mano. Cantaores, bailaoras, palmeros de los cuadros flamencos que actuaban por la zona se olvidaron de la obligación para jugársela todo a una carta de las que no suele repartir la suerte: pasar tres noches de tronío con el corazón loco de Bambino cantándole a lo prohibido…
El dinero le importó para invertirlo en vivir. Ahí estaban sus ganancias: hacía felices a los que lo rodeaban. Mercedes Franco , su sobrina, recuerda la de veces que Chiquetete le decía la de pelaos que le había pagado su tío… Y antes, mucho antes de que Titanic popularizara la escena de los violinistas tocando hasta que el océano se los tragara, Miguelito el de Carmona se adelantó a los guionistas de Hollywood para hacer de esa secuencia un hecho real. Un amigo había comprado en el salón náutico de Barcelona un yate. Fueron a recogerlo y lo bajaron hasta nuestras costas parando en diversos puertos y llegándose hasta Ceuta a comprar tabaco y güisqui para los amigos. El yate encalló en los bajíos sanluqueños. Y se le abrieron varias vías de agua. Miguelito, pese a no ser mucho de la escuela de sirenas, se quedó sentado en su hamaca, con un vaso de Escocia hasta el borde de Polo Norte mirando al Coto. Alguien le recriminó su estatismo. Y Miguelito le dijo: no me voy a morir llorando y harto de agua de río…
Le gustaban los buenos carros. Los coches de los galanes de la Paramount que se veían en el cine. Tenía un Oldsmobile de color crema que era una pieza de museo. En una tarde de vasos largos y voluntad a disposición de la fiesta, un amigo se lo pidió para darse una vueltecita y probarlo. El tipo debió tener el ángel de la guarda de baja temporal, porque fue a empotrarse contra un camión de la basura. Siniestro total. Aquel coche era un caramelo para una Sevilla a la que siempre le ha gustado la azuquita de la vanidad. Algunos amigos se lo pidieron para que fuera el coche de boda en su matrimonio. Su comadre Mari Hijosa vivió una simpática situación con una vecina, que se derretía viendo el Oldsmobile. «Y además es totalmente automático, no lo conduce nadie», dijo la vecina. A la que hubo que explicarle que Miguelito era muy largo de vista pero cortito de piernas y que para llegar al volante tenía que sentarse sobre una oferta de cojines.
No es que le preocupara mucho dar la talla. Pero cuando salieron al mercado los zapatos de plataforma lo celebró. Adquirió un par de ellos y pudo ver el mundo desde la altura que le gustaba. Hasta que fue tan masiva su moda que dejó de utilizarlos bajando a la realidad de siempre. Lo dijo a su forma: «volvemos a estar a la altura de las circunstancias…» En su mundo la altura la marcaban la gente de su talla, inalcanzables por la picardía, la bohemia y la chispa. Paco Gandía, El Beni, Amós, Vargas, La Perla, El Pali se dejaban llevar por la forma en la que Miguelito contaba los chistes. Con entera seriedad y gravedad. Para salir, adornándose con una risa contagiosa, rematando la faena. Fundó la feria de Torrevieja . Y en la de Sevilla, las niñas de Nova Roma , cuando lo veían entrar flamenco y a compás de la Gitana, le ponían su bandeja de pastelitos y se la amarraban al dedo índice, para que la torrija no perdiera vino.
La Guardia Civil lo trataba como el personaje singular que era. Y más de una vez lo recogieron para dejarlo acostadito en la cama. Murió hace años en Torrevieja, como aquel pequeño gran hombre que fue, diciéndole a las amistades que lo llevaron a urgencias que no tenía nada. Se pasó el camino contando chistes. Riendo y apurando el último trago de vida. El médico que lo atendió les dijo a las amistades que había muerto de un infarto. Con una sonrisa en los labios… quizás recordando cómo tiene uno que comportarse cuando se te hunde un yate a la vera de Doñana.
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