RELOJ DE ARENA
Manuel Herrero Presa: más de quinientas noches
Días y madrugones se cosieron por el hilo festivo del arte de vivir. Y lo suyo duró más de diecinueve días y quinientas noches
Félix Machuca
Ha vivido tanto y de forma tan intensa que puede confesar que su vida es un plural de existencias, en la que muchas se reúnen en una sola, para concluir que la de Manolito Herrero es pura vida. Desgranarla exige el libro de memorias ... que ahora escribe a base de recuerdos inolvidables. Renglones torcidos por el ingenio y la risa; renglones sinceros por la broma y la amistad; renglones por derecho para el cariño y el dolor. Nada de lo que fue grande en los 60, 70 y 80 le fue ajeno. Y lo mismo que hay embajadores en Estocolmo, él lo fue de la Sevilla de aquellas décadas en esa capital donde, según Joaquín Sabina, las niñas ya no quieren ser princesas. Pongamos que hablamos de Madrid. Y en Madrid, aquel chico que aprendió inglés viajando por Europa, que trabajó en las bases americanas, que se hizo agente libre publicitario, que abrió la Zambra, uno de los tablaos más jaleados de la noche capitalina, aquel chico fue el mejor embajador de la Sevilla castiza en la corte a la que accedió, por el salero de su don y la mistela inagotable de la amistad. Y fue íntimo de Lola Flores, de Curro Romero, de Antoñete, de Luis Aragonés, de Pedro Carrasco, de Urtain, de Camarón, de Pansequito y de su Betis del alma, al que siguió en Heliópolis y por esos campos donde Benítez, Bizcocho, Megido, Biosca, López y Esnaola hacían filosofía estoica con el balón.
Su saber estar lo llevó a las casas presidenciales de la política hispanoamericana como a las mesas de Los Borrachos de Velázquez, del Gitanillo´s bar, del Gloria Bendita del Bernabéu, de Los Polacos, del Chiquifrú donde el sur en Madrid cantaba, chillaba, almorzaba y jugaba al mus, al dominó y al robi, para hacer verdad aquello de cómo reluce la calle de Alcalá cuando suben y bajan los andaluces. Andaluza hasta las trancas de su Jerez gitano era Lola, la única Lola que el mundo conoce sin necesidad de apellido. Manolito fue íntimo de la Flores , tanto que junto con Carmen Sevilla cerró el féretro donde la embalsamó la grandeza de sus recuerdos, para dejar a Nefertiti en una momia de la historia. Durante cincuenta años celebró la Nochebuena en la casa de la Faraona. Y aún hoy, para no perder la tradición, pasa por casa de Lolita, la besa y alegra la garganta con el vino de los recuerdos. Todos los veinticuatro de diciembre la visita donde se echó a dormir para siempre.
Sin sueño se quedó más de una noche. Ya les cuento: muchas más de quinientas, muchísimas más. Unas por la alegría de vivir. Otras por la guasa de una tempestad en el Puerto del Escudo con Curro apalancado en el burladero del salpicadero del Mini E 1000 de Manolito. Era noche de diluvio bíblico. Y Curro decidió viajar, al margen de la cuadrilla, en el coche de su yunta desde Santander a Madrid. Caía agua como en el Niágara; rayos como en las películas de miedo y truenos como si al cielo le doliera la barriga. El Mini no pasó de quince kilómetros la hora subiendo aquel puerto de la jindama. Se fundió en la subida y llegaron a Madrid a las cinco de la mañana.
Una noche de mayo, después de almorzar en Los Borrachos, tomar café y alegrar la tarde con el trago largo de la amistad, alguien recordó que era sábado de Rocío . No ni ná. Sábado de Rocío con el Beni de Cádiz en la casa de Enrique Zamora, íntimo de Curro. Se calentaron, se les encendió la bujía de la nostalgia y se fueron a Barajas a coger el primer avión que salía para Sevilla, donde el Faraón tenía aparcado aquel coche americano, color crema, más largo que Tejas. Y se encajaron en el Rocío. Pero no daban con el Beni. Se pasaron para buscar su norte por casa de los Guardiola, justo en el momento donde metieron en el salón un burro y un cochino jabalí. Realismo mágico. O tremendismo antropológico. Siguieron buscando al Beni que se lo encontraron dormido y roncando como un tigre en su litera. Eran las cinco de la mañana. La hora de la última guardia en la garita. El Beni se quería comer al que lo espabiló. Pero fue ver a Curro, cambiarle la cara y enseñarle la trasera al grupo mientras gemía diciéndole al maestro: «Mira, Curro mío, cómo me han puesto los mosquitos el sieso…»
También para hacer un Rocío bonito le pidió a su compadre Rafael Peralta un caballo manejable. Y Rafael le dejó un tal Wellington que era como el duque de tal, el héroe de Arapiles y el terror de la francesada. Manolito no se montó, lo llevó hasta La Pañoleta de reata explicándole al que le preguntaba que el caballo tenía regular un tendón. Al paso, al trote y a galope tendido ha vivido una vida que como él mismo dice caben en cinco y en muchísimas más de quinientas noches...
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