Historia textil
Mantillas de colores, tendencia imparable de la moda sevillana... del siglo XVIII
El estudio de la historia de la moda de la Sevilla del Setecientos revela la importancia que se le daba a la apariencia, como ha demostrado la investigadora Bárbara Rosillo con su investigación sobre la indumentaria de los sevillanos del XVIII
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Iniciar sesiónNo hay otra ciudad en la que haya pervivido con tal fuerza el uso la mantilla, apellidada española con todo merecimiento, como en Sevilla. Y no sólo por la rima consonante que facilita la versificación de poetastros y pregoneros de tres al cuarto. ... La pretensión de que las sevillanas luzcan mantilla negra este Jueves Santo a pesar de que no habrá pasos en la calle es el último jalón de una historia que viene de mucho más atrás: cinco siglos, como mínimo.
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«En el siglo XVIII, el uso de la mantilla era común en todas las clases sociales sevillanas , con independencia de la calidad de los encajes, según la disponibilidad económica de cada familia. Hoy la percibimos como una prenda para grandes ocasiones como los oficios religiosos de Semana Santa, bodas o corridas de toros, pero entonces era de uso cotidiano». Lo dice una voz autorizada: Bárbara Rosillo, doctora en Historia del Arte, que ha estudiado la moda sevillana del Setecientos en profundidad sumergiéndose en los archivos de protocolos de escribanos para desentrañar inventarios postmortem y cartas de dote matrimoniales en los que se relacionaba la ropa y su valor.
La mantilla que hoy conocemos, la que visten las mujeres en ocasiones señaladas, es una elaboración posterior, del siglo XIX en que se añade la peina para levantar el velo, pero manteniendo la función principal de cubrir la cabeza de las señoras en señal de respeto. Ese uso ha quedado limitado en nuestra época a determinados servicios religiosos en el templo, especialmente los oficios del triduo pascual.
Pero las mantillas del XVIII, el antecedente inmediato de los encajes de blonda o de chantilly que han llegado a nuestros días, tenían una característica que las hacía únicas. «¡Nos creemos modernos!» , sostiene con sana dosis de escepticismo la historiadora Rosillo al corroborar en sus averiguaciones el colorido de las mantillas. «En la primera mitad del siglo XVIII los colores al uso eran intensos. Entre los más comunes estaban el carmesí, el 'color de fuego', el encarnado, el color de ámbar y el verde. Se realizaban en los más diversos materiales y era frecuente que estuvieran guarnecidas de encajes, en ocasiones extranjero».
Había mantillas de todos los precios y calidades imaginables en función de las posibilidades económicas de su propietaria
Rosillo es autora del libro 'La moda en la sociedad sevillana del siglo XVIII' cuya reedición acaba de publicar la Diputación de Sevilla tres años después de la primera edición a raíz del premio Archivo Hispalense sobre monografías históricas que concede cada año la corporación provincial. El libro es la plasmación de su tesis doctoral, dirigida por la profesora María Jesús Mejías , ampliación a su vez del trabajo de posgrado (la clásica tesina) que le dirigió el catedrático Enrique Valdivieso .
Las mantillas de vivos colores debían de ser espectaculares , pero no nos ha llegado ninguna imagen pictórica en que apreciemos lo que los inventarios relacionan con palabras. Las había de todos los precios y todas las calidades imaginables. La de Margarita Lorenza Bravo , de principios del siglo XVIII, estaba valorada en 505 reales : una tela encarnada nueva guarnecida con encajes de Milán de oro y plata , cabe suponer impresionantes. Las dos de Francisca de Vargas de bayeta blanca, asentadas en 1769, se habían valorado en veinte reales, de acuerdo con la documentación a la que ha tenido acceso la doctora Rosillo.
«Las mantillas también se confeccionaban con seda, sarga, franela o tafetán, siendo el encaje de blonda una de las decoraciones más habituales», puede leerse en su libro, en el que da cuenta de las tendencias de la época: «El colorido de estas piezas es muy variado ya que a mediados de siglo se observa un cambio hacia los tonos pastel como el rosa y el celeste; aunque las mantillas rojas son una constante , por lo habitual aparecen confeccionadas en grana o en raso».
La labor de encaje , la gran revolución estilística del XVIII, fue ganando terreno a lo largo del siglo hasta que a finales se confecciona con encaje bordado sobre tul, cuyo nombre se debe a la ciudad francesa de Tulle, donde por primera vez se tejió. Las blondas fueron ganando en lujo y preciosismo a lo largo del siglo, como prueba la dote matrimonial de Ramona García, otorgada en 1797, que inventaría tres mantillas de sarga de seda negra con blondas valoradas en 1.050 reales.
«La mantilla fue a lo largo del XVIII una pieza básica en el ajuar de cualquier mujer sevillana , que al menos tenía una. Su uso se generalizó desde el siglo XVI, siendo extensivo a todas las clases sociales. Junto al rosario y el abanico, la mantilla era un atuendo común para salir a la calle ya que solamente las solteras podían llevar la cabeza descubierta, aunque lo normal era que también la lucieran, al igual que las niñas pequeñas. Su origen parece que se remonta al siglo XV, siendo el primer documento en el que aparece de 1483 », sostiene la autora en el libro siguiendo la estela de la investigadora Carmen Bernis, pionera de los estudios de historia social sobre indumentaria en España.
Rosillo recuerda con cierta emoción haberse encontrado en la plaza de Santa Isabel con unas parvulitas vestidas con unas mantillas para una función escolar: «Me di cuenta en aquel momento de que, con ese gesto, les estaban inculcando el enorme valor de conservar la tradición para que esté viva, lo que sucede sólo si la gente la hace suya como estaban haciendo en ese instante aquellas chiquillas».
La investigación de Bárbara Rosillo, autora también del blog 'Arte y demás historias' que ya ha sumado un millón de visitas, no limita su investigación a la mantilla de toalla , la que pervivió como prenda de encima, sino a toda la moda del Setecientos, marcado en Sevilla por el llamado lustro real en que Felipe V residió en el Alcázar (entre 1729 y 1733) actuando la corte regia como catalizadora de los nuevos usos y costumbres en el vestir en la ciudad.
Sevilla se vestía a la moda internacional en el siglo XVIII. Aquí se usaban las mismas prendas a la francesa que en Nápoles, en Estocolmo o donde fuera
«Sevilla estaba a la moda en el siglo XVIII» , enfatiza Rosillo. «Se vestía igual en Sevilla que en Nápoles, Estocolmo o donde fuera: a la francesa. « Luis XIV consigue implantar su moda en las clases elegantes y este influjo francés se mantiene hasta el siglo XX; de hecho, en la alta costura como hoy la conocemos pervive la moda del XVIII.
La historiadora madrileña, afincada en Sevilla, subraya algunos de los rasgos estilísticos de aquella moda del Setecientos: «Se produce un fenómeno muy interesante, porque por primera vez el hombre se pone al nivel de la mujer en la paleta de colores de la indumentaria, los estampados, los cortes… El rococó, hacia el último tercio del siglo, trae una evolución hacia los colores pastel en lo que tiene que ver el avance de la industria del tinte».
Algo de eso había sucedido el siglo XVI cuando Carlos V y su hijo Felipe II ponen la bayeta (paño de lana muy fino que no tiene nada que ver con el significado que le concedemos hoy) teñida de negro con palo de Campeche como máxima expresión de la elegancia, adoptada en todos los países como moda a la española.
«La moda del XVIII potencia las formas de la mujer y mantiene una misma silueta claramente reconocible con independencia de la clase social», dice Bárbara Rosillo como explicación del carácter transversal de los gustos estilísticos de la época. El estatus quedaba marcado con la calidad de los tejidos, los hilos de oro y de plata y también el colorido de las prendas, siguiendo la estela del Rey Sol francés. Los ricos sevillanos compraban, para confeccionar sus ropas, telas en Lyon como hoy lo hubieran hecho con los trajes a medida en la Savile Row londinense .
Pero, en general, todas las clases sociales le daban «una importancia enorme» a la ropa: «Se desembolsaba mucho dinero en las dotes matrimoniales , hasta el punto de que los ricos consignaban mandas testamentarias para que pudieran casarse doncellas pobres», razona Rosillo, lo que le confiere «un protagonismo crucial» a la ropa. Las capitulaciones matrimoniales detallaban hasta el número de camisas de lino o cáñamo (según los posibles de los contrayentes) que se aportaban como ropa interior. No sólo eso, sino que cada prenda llevaba al margen el valor estimativo en que se había tasado para que el contrato nupcial pudiera celebrarse sin sobresaltos.
Por los documentos notariales se deduce que existía un activo mercado de segunda mano en Sevilla para prendas de difuntos que se vendían en almoneda, costumbre que venía del siglo pasado. La historiadora Rosillo da cuenta de pobres de solemnidad que mandaban vender las dos únicas camisas que poseían para poder pagar su enterramiento : una variante aun más drástica del adagio que reza 'empeñar hasta la camisa'.
En este sentido, existían establecimientos de beneficencia para amparar a solteras menesterosas, huérfanas o desamparadas a las que proveía de dote con la que casarse. Una de ellas era la Casa de la Misericordia , que venía funcionando desde finales del siglo XV, que entregaba los ajuares para doncellas pobres en una ceremonia en la Catedral en fecha tan señalada en el calendario litúrgico como el Viernes Santo. La profesora Rosillo ha podido documentar que la dote difícilmente bajaba de los 2.000 reales (camas, jergón, ropa y prendas de vestir) entre las clases menos favorecidas.
Las medias costaban no menos de 30 reales, incluso 70 si eran de importación de Francia, cuando el sueldo de una criada rondaba los 24 reales
Esto suponía un enorme capital para los empleos de menor cualificación: el sueldo de una criada rondaba los 24 reales (techo y comida por cuenta de la casa) cuando un par de medias de seda podía comprarse a finales de siglo por no menos de 30 reales (15 para las de hilo y 10 para las de algodón), incluso a razón de 70 reales para las importadas de Francia, que podían adquirirse en los establecimientos textiles de la calle Francos, donde ya había empezado una incipiente especialización comercial.
Las medias llegaron en el último tercio del siglo conforme se alzaron las faldas femeninas. Hasta entonces, lo normal era vestir basquiñas y guardapiés. El tontillo había reemplazado al miriñaque del siglo anterior como el corsé habría de hacer lo propio con la cotilla del XVIII, un corpiño con ballenas para elevar y resaltar el busto femenino conforme al gusto de la época y cuyo nombre común todavía pervive entre nosotros aunque con otro significado.
La mantilla no es la única prenda que ha perdurado en estos tres siglos entre nosotros. Algunas lo han hecho de palabra, como el coleto, originariamente un cuero sin manga de la indumentaria militar que pasó a designar el propio cuerpo de quien lo vestía en expresiones como 'echarse al coleto'. Otras han vivido una segunda juventud, rescatadas del olvido o sacadas del arcón donde la historia las había guardado como le sucedió a la chupa, sinónimo de chaleco, que volvió por sus fueros en los años 80 del pasado siglo.
Las casacas, calzones, camisas, chambergos, corbatas o manteletas todavía nos abrigan con obvias modificaciones de estilo. Los faralaes , con el mismo significado de volante, también llegaron, para quedarse, en el XVIII.
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